Cuando le daba vueltas a los temas de mi estreno en el canibalismo casi me atraganto con una noticia: «El roscón de Reyes, en peligro». Mi yahoo.com se empeña en redireccionarme al yahoo.es (que trae noticias de Efe) y entre los titulares graciosillos y como para impactar, pues le dan a una en la diana de los sabores atávicos y de la memoria del paladar. Porque yo, contradictoria y ecléctica con orgullo, vivo entre la tradición y la vanguardia. Me pirran los paisajes dulces de Albert (Bulli) Adrià, los cócteles con cuchara de Javier de las Muelas o los bombones-joya de Oriol Balaguer. Pero que no me quite nadie las rosquillas fritanga de San Isidro ni los Roscones de Reyes, por mucho que Papá Noel (cuya figura me recuerda a alguien que está abriendo restaurantes en Dubai) quiera invadir nuestros escaparates (y nuestra iconografía festiva) o quiera reptar por nuestros balcones.
Y voy al motivo del susto: resulta que el apetitoso roscón (esa masa tierna, esa agüita de azahar en el retrogusto…) ha estado en un tris de desaparecer por el misterio que siempre (para regocijo de críos y mayores) escondía en su interior. La sorpresita podía poner en riesgo nuestra salud. Eso pensaban los pensantes de la Unión Europea y maquinaban dar al traste con una norma inoportuna nuestra celebración de la gastronomía familiar. Me parece bien que velen por la seguridad alimentaria y eviten que los niñ@s se atraganten o se intoxiquen mordiendo productos que tengan en su interior juguetitos mal envueltos, pero ¿en estas fiestas de la crisis y el ahorro de bombillas (salvo en el Ayuntamiento de Madrid 2016) pensaban dejarnos sin este consuelo de la habita o la figurita hortera? ¿Por qué nos querían escamotear el disfrute de morder el símbolo de la suerte? Menos mal, que algún alma angelical se ha percatado del impacto emocional que podría generar esa fechoría legalista y el asunto se ha parado. (También se salvan los huevos de chocolate esos tan conocidos).
Os participo que me voy a consolar haciendo un peregrinaje antidieta por las pastelerías de Madrid, con escalas obligadas en el Horno de San Onofre, La Duquesita, La Azucena, la Antigua Pastelería del Pozo (ésta, que sepáis, tienen roscones todo el año). Y aunque prefiero el roscón minimalista, sin rellenos ni barroquismos, pasaré también por Hespen y Suárez, a ver qué joyita de diseny encuentro en su «roscochic» con frutas naturales. Y el bueno del Oriol, que tiene tienda en Madrid, saca de su horno unos mini-roscones que han enternecido mi ánimo sólo con ver la foto en un e-mail. Para redondear el momento dulce, me tomaré el cóctel con sabor a roscón (y sin alcohol!) que se inventaron en el Urban los niños de Paco Patón.
Queridos caníbales, me alegra deciros que ya no tengo que comerme un rosco porque no me quedo sin roscón.
Y os aviso que pienso reivindicar en mi próximo escrito otro producto (graso) de la idiosincrasia de mi ciudad y de mi contradictorio pero investigador paladar.
Con cariño y mis mejores deseos de que el 2009 no se pase de rosca