Una fabada para la nostalgia

La memoria del sabor

El viernes me levanté con la cabeza pensando en lo que no tocaba, que ese día pasó de ser la entrega de un trabajo pendiente a sentir el peso de la distancia o, visto de otro modo, la inseguridad que a menudo suscita el presente.

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Suele suceder cuando compartes dos tierras separadas por 9.503 kilómetros de montañas, bosques y todas las aguas necesarias para dejar el océano al límite del desborde. Pasa entonces que te llegan los despertares de la nostalgia: cabeza empastada, gesto medio ido, movimientos apagados y el cuerpo viviendo entre la realidad que le acompaña y otra bien diferente que en ese preciso momento echa de menos porque sí, sin más. Los gallegos le dicen morriña, estado de ánimo en el que intervienen la evocación y la tristeza. Me sucede más a menudo en estas mañanas de invierno que hacen de Lima una ciudad definitivamente gris; cielo panza de burro como techo y la humedad envolviéndolo todo.

Siento la nostalgia como una emoción ligada a la memoria; un estado de ánimo siempre enganchado a lo que te viene en falta y te gustaría volver a encontrar. Una vez me la presentaron como una felicidad triste, recuerdos de algo gozoso que no volverá, pero lo normal es que la viva como el anuncio de lo que espero recuperar. A veces, la nostalgia nace con lo que no conociste antes. Un bocado nuevo del que ni siquiera habías oído hablar, puede llevarte a espacios familiares. Me pasó con el sango en Arequipa, un guiso de trigo, rematado con uvas pasas, chancaca, queso, canela, maní…, que pasada la sorpresa abrió la puerta de la melancolía: me devolvía directamente al sabor de tantos dulces y guisos de raíces morunas de mi infancia andaluza.

Enseñanzas de la edad: cuando aparece la nostalgia, lo mejor es apagarla dándole lo que necesita y ponerla a mirar hacia otro lado. Son esas veces en las que comes para olvidar, o para recordar de una forma tan viva que disipa la distancia. Guardo en la cocina medio armario consagrado a la melancolía. Dos estanterías y media que encogen con el uso y vuelven a crecer con cada viaje de vuelta a Lima. Esconde muchas conservas de pescado; suelen ser sardinas, caballas, mejillones, berberechos, huevas de merluza, lubina, bonito o atún en diferentes orígenes, cortes y formatos, otras encargadas en Portugal -bacalao al ajillo, caldeirada de mejillones, lamprea en aceite…- o rescatadas en las visitas a Coalla, en Madrid. También puede haber escabeches de mi tierra, trabajados con perdices, codornices o cerdo.

Alimento la despensa con alma de acaparador; el complejo de Diógenes nunca es suficientemente grande cuando la acumulación viene empacada en latas o embuchada en una tripa de cerdo. En el frigo hay anchoas y embutidos, y tengo abierta sucursal en la mitad derecha del congelador: fabes y garbanzos, para evitar que sigan secándose y las cocciones se disparen al infinito -no hace mucho tuve unos garbanzos locales dieciséis horas al fuego y todavía quedaron tiesos; debían ser vieille reserve, cosecha del 81-, unas cuantas morcillas de Burgos y un corazón de atún de almadraba esperando la oportunidad de voltear unas papas guisadas o un guiso de pochas.

La nostalgia, el peso de los sabores en la memoria, es uno de los grandes argumentos que alimentan la cocina, especialmente ahora, cuando el sector busca el camino de la recuperación en la cercanía que ofrece la sintonía con lo reconocible. Los antropólogos repiten con razón que somos consecuencia de lo que comemos, concediendo a la memoria gustativa un papel definitorio en nuestra naturaleza, para devolvernos al discurso de las emociones ligadas a la nostalgia. A veces buscamos paraísos inventados por la memoria, respondiendo a ellos como si fueran ciertos, pero otras reaccionamos a estímulos tan reales como un guiso servido en plato hondo. Apagar la melancolía a golpe de cucharadas es una terapia infalible.

El último viernes era un día de esos. Puse un kilo de fabes a remojar en abundante agua fría hasta que les llegara el momento, veinticuatro horas después. También remojé un trozo de lacón -sorpresa escondida en el congelador, detrás del compango- y preparé un caldo de gallina, lo colé, lo desgrasé y lo guardé en frío esperando a empezar la faena. Primera parte: escurrir y lavar las fabes antes de pasarlas a la cazuela, cubrir con agua fría, añadir el compango, sazonar ligeramente y poner a fuego muy lento, espumando primero y después apagando tres veces el hervor con el caldo de gallina: los guisos crecen y engordan como deben cuando nacen de la espera y el sosiego. El guipuzcoano José María Busca Isusi, bromatólogo, buen gourmet, escritor culinario y un absoluto adelantado a los tiempos que engancharon los avances en la cocina a su interacción con la ciencia, explicaba hace cincuenta años -creo que lo leí en un Cuaderno de la Academia Vasca de Gastronomía-, que las judías contienen una proteína responsable de engordar el caldo de la cocción hasta trabarlo, pero no resiste temperaturas superiores a 100º C. Para evitar que se destruya en la cocción hay que bajar el punto de ebullición, manteniendo el guiso a fuego muy lento y apagando dos o tres veces el hervor con agua fría, para que este se recupere a una temperatura más baja gracias a un caldo cada vez más denso. En las casas antiguas, donde nadie sabía qué es la bromatología, las judías se bautizaban tres veces antes de dejar el puchero en marcha.

De vuelta a las fabes, un mínimo sofrito de cebolla con un poco de caldo y unas hebras de azafrán aromatizan la olla cuando el hervor está en marcha. Al lacón le damos una hora por separado y lo unimos al puchero, donde encuentra buenos amigos. Solo queda esperar y ajustar de sal al final, cumpliendo dos principios básicos: mantener las fabes siempre cubiertas con caldo, para que no salte el pellejo, y vetar la entrada a la olla de cucharas o cucharones; los guisos se remueven acunando las asas. Para cuando las fabes sacan crema, no hay más que apaciguar el guiso cortando el fuego, desgrasar y dejarlo asentar uno o dos días en lugar fresco. Si la faba (faba, femenina, en singular; fabes, masculino, en plural) es buena, cremosa y con la piel fina, tienes que ser muy malo para liarla.

Esta fabada me llega en pleno mes de agosto, en una tierra en la que el invierno se va de junio a septiembre, pero tampoco sería descabellado en el agosto español, rompiendo la rutina del caviar, los mariscos del tamaño de un dinosaurio, o las gambas, los berberechos y los boquerones servidos por unidades, imagino que para evitar el empacho mientras engorda la tontería y la factura. No hay temporalidad en los guisos de cuchara. Algunos de los que más me gustan, el marmitako y las pochas, son hijos del verano, como las calderetas o tantos arroces húmedos o directamente caldosos que pueblan los comedores levantinos, murcianos o andaluces. Se me viene a la cabeza el arros amb fesols y naps (con judías y nabos) de Casa Carmina, en El Saler valenciano (qué pena de cierre), y me asalta de nuevo la nostalgia. Tendré que abrir una lata.