Todos los días despierto con un océano de fotos y vídeos publicados en las redes sociales que se parecen, repiten o se copian sin referenciar. Es la necesidad de visibilidad y pertenencia a un espacio etéreo que los llene de corazones virtuales enviados por personas que tal vez jamás visitarán sus sitios, y hasta desconocen —y tal vez nunca conocerán— la lengua e idiosincrasia del país en el que se ubica el espacio promovido. Pocos reparan en el origen o las intenciones, y la mayoría sí en la fugaz belleza de la publicación. Son tiempos aciagos para la discusión reflexiva de conceptos profundos, porque somos víctimas de la inmediatez materializada en tendencia visual, auditiva y culinaria.
La creatividad contemporánea, en su mayoría, se limita a pensar cómo se vería un plato en Instagram, olvidándose de que la cocina como oficio milenario observa en la estética una consecuencia del Sabor. Poco importan los matices aromáticos o la combinación exitosa entre texturas, porque serán miles de consumidores digitales los que degustarán visualmente el plato, lo llenarán de elogios en los comentarios y cubrirán con un manto de egocentrismo y endorfinas al creador de dicha obra. El ciclo se repite indefinidamente porque quienes viven de la retribución digital son prisioneros de una emoción comparable solo con un comedor lleno. Ambos éxitos —el virtual y el presencial— pocas veces se alinean, y son más las simulaciones de triunfo que los logros comprobables. Prometer nunca ha empobrecido.
Hoy se oferta que todos los platos servidos, la atención, los vinos, las mesas y el ajuar que constituye un restaurante serán una experiencia inigualable. No interesa si vendes tacos por un euro o platos con meses de investigación y desarrollo, si tienes tres estrellas Michelin o eres la tortería de la esquina; todo es susceptible a mejorar la vida del consumidor y generar nuevos estándares gastronómicos al traspasar la cuarta pared para construir realidades materiales.
La promoción digital de los restaurantes está saturada de ofertas similares en las que los compradores pueden perderse por años hasta encontrar algo valioso. Y para cuando decida regresar, el lugar podría haber cerrado porque no resistió la competencia desleal, se mudó, cambió de giro o sucumbió ante alguna transnacional o grupo de inversión que a golpe de billetes —y algunas prácticas poco éticas— los convenció de ceder sus ideas. La independencia comercial en nuestra era es un bien en extinción.
Para el comensal, la búsqueda vuelve a empezar, pero fastidiados por el ruido ensordecedor de lo que se publicita y aburridos de aquellos que se creen innovadores en un universo de réplicas. En los tiempos que corren, la homologación de conceptos y personalidades se debe a las inteligencias artificiales funcionando de maneras misteriosas a través de algoritmos, y a una sistemática pereza intelectual que evita el desarrollo de criterios propios y voces disidentes. En la guerra digital y comercial del siglo 21, todos somos perdedores porque solo los dueños del sistema ganan. Habrá que inventarnos nuevos códigos para sobrevivir. Cocinar sin publicar, o morir en el intento.