A Maxi Guerra lo llaman de escuelas, festivales, teatros, cafés y medios de comunicación de cualquier rincón del mundo donde se hable español. Gastropolítica se escucha en 160 países. Es el podcast gastronómico con más oyentes de América Latina, y en España sus fans suman el 9% de la audiencia. Acaba de ser premiado en México y ha viajado por Uruguay y Argentina convertido en formato escénico. Esta colección de fascinantes relatos susurrados que vio la luz en 2022, utiliza la canela, la leche o la cafetera italiana para reflexionar sobre el poder, el ingenio, la proeza o la contradicción; la esencia misma del animal político que es el ser humano.
Guerra nació en 1986 en Montevideo, “como todo uruguayo, con un árbol genealógico bien enredado”. Tiene sangre italiana, libanesa y algo de brasileña. De su padre, psicoanalista, heredó 6.000 libros y una curiosidad sin límites. Ama la tertulia, y eso convierte la videoconferencia en una charla de café a 10.000 kilómetros. A un lado de la mesa, de buena mañana, él en su patio uruguayo. Lleva auriculares con cable y camisa de manga corta. Le acompañan un perro invisible para la entrevistadora y una glicinia que empieza a perder sus flores violetas. Al otro lado del Atlántico es casi hora de almorzar y las glicinias florecerán en marzo.
¿Cómo surgió Gastropolítica?
«Yo escribía guiones para cine y artículos en prensa. A raíz de un vídeo que hice, un compañero me ofreció una columna semanal en radio. Comencé con La receta dispersa en Radio del Sol y estuve seis años. Y bueno, en algún momento me surgió la inquietud de mover esas historias a un podcast».

Gastropolítica se aparta de lo que se supone que vende.
«Por eso me dio mucha libertad no trabajar con la obsesión de vender. Estamos muy bombardeados por las plataformas y los gurúes que te dicen cómo tienes que dosificar el material y los tiempos para mantener cautiva a la audiencia. Yo lo que quería era contar las historias que tengo en mente, y eso implicaba no seguir ciertas recomendaciones. Los tiempos y las formas en Gastropolítica las marcan las propias historias».
Es un intelectual. ¿Por qué le interesó la comida?
«Creo que no hay tema más universal que la comida. Es algo a lo que nos enfrentamos todos a diario. Me interesa desde siempre, pero en la mitad de los veinte años, sentí que no sabía hacer nada fuera del mundo de las ideas. Hice un desvío en mi vida y me propuse ser cocinero. Estudié acá, y luego, con una beca, en el Véneto, la tierra de mis abuelos. Trabajé en catering, estuve un año en un boliche donde cocinaba solo. Con el tiempo regresé a la escritura y a la radio, y ya fue natural utilizar la cocina como disparador».
Como disparador o contenedor de todo…
«Es el punto de conexión con la gente. Si quiero hablar de libros o de cine, puedo hacerlo con determinados amigos, pero no con mi abuela. En cambio, de comida puedo hablar con todo el mundo. Cuando hablo de comida, encuentro una conexión universal, y en ese canal ya puedo instalar cosas de historia, literatura o cine, porque partimos de un lenguaje común».

Éxito sonado
¿Esperaba este éxito?
«Bueno, yo solté Gastropolítica como quien lanza una botella al mar. Podía pasar cualquier cosa. Yo estaba en una radio muy popular en Uruguay, y sabía que podía tener un público local, pero con un amigo que lanzaba su podcast en aquel momento, comentábamos que la última frontera era la lengua. Tenía la sospecha de que podía conectar con gente fuera de Uruguay, aunque no era más que una sospecha».
Era una propuesta culta, y sin embargo ha obtenido una gran respuesta del público.
«Yo creo que es muy importante no subestimar a la gente; no pensar que es estúpida o que no quiere cosas complejas. En Gastropolítica cuento el tipo de historias que me gusta que me cuenten. Hice un traje a mi medida que le sirvió a mucha gente».
Los jóvenes son grandes consumidores de podcasts. ¿Ha conectado con ellos?
«Sí, y me parece un logro increíble. Hay centros de Secundaria que están utilizando Gastropolítica como material curricular en Uruguay y Argentina. Hubo por ejemplo una clase de 15 años que estuvo trabajando Historia y Literatura a partir de un episodio mío. En el trabajo tenían que grabar un podcast. Yo fui a dar mi charla pensando que no les iba a interesar, pero les interesó y me preguntaron cómo hacía para que mi podcast no aburriera. Es uno de los mayores halagos que he recibido».
Café, vermut y tertulia
Tiene al menos dos productos fetiche: el café y el vermut.
«Fue en mi viaje de estudios a Italia donde conecté con la cultura del café y con la Bialetti [esta popular cafetera italiana protagonizó el primer capítulo de Gastropolítica, ¿Qué tan fascista es mi cafetera?]. Estudiábamos en una casa en un pueblo. Teníamos ocho horas de estudio, y en las pausas se servía café de una enorme Bialetti. Hubo algo que me movilizó, más que en la bebida en sí, en el objeto y en la pausa que se daba en torno al café. Volví a Uruguay con una bialetti en el equipaje y mi amor e interés por el café empezó a desarrollarse. El interés por el vermut es más reciente y que tiene que ver con cierta explosión latinoamericana de esta bebida, que entre otras cosas me gusta porque es esencialmente social. Es la bebida que acompaña la picada en las reuniones de amigos, de familia. El vermut y el café no son el centro de un almuerzo, pero en torno a ellos se generan las conversaciones y las relaciones. Creo que quizá no sea casual que me interesen; tiene que ver con eso».

¿Le interesa la alta cocina?
«Me interesa, aunque no representa mi relación con la comida. Cuando como en algún restaurante de esos que premian en listas me parece maravilloso, pero para mí son experiencias excepcionales. Me siento más cercano a los restaurantes callejeros o de barrio».
Esos son más cercanos para la mayoría, pero no suelen salir en los medios.
«La comunicación gastronómica hoy está muy centrada en cocineros y en determinado tipo de restaurantes. A mí siempre me interesó más la cocina doméstica y la relación cotidiana que tienen las personas con la comida. Creo que en parte el éxito de Gastropolítica viene abordar esas cuestiones que atraviesan la vida de cualquier persona en el mundo. Para ejemplificarlo con series, me gusta mucho The Bear, pero retrata un mundo muy pequeño; el de las relaciones en torno a un tipo de restaurante. Me gustó más How to, with John Wilson, una serie donde un cineasta neoyorkino filma situaciones diversas en Nueva York. Tiene un episodio en el que fracasa al intentar hacer un risotto para agasajar a una vecina. Ese tipo de acercamiento a la cocina desde el fracaso, la cotidianeidad y los vínculos me interesa más que el mundo de The Bear».

Cocinar en casa es cada vez menos cotidiano. Nos repiten que otros lo hacen por nosotros y mejor que nosotros.
«Yo creo que es clave reivindicar la comida casera y el acto de cocinar, pero sin señalar al que no lo hace. Para mí lo importante es cocinar dentro de lo que pueda y tratar de generar entusiasmo por la cocina en otras personas, pero yo no soy moralmente mejor que otro por hacer un caldo casero».
Uno de sus proyectos es un podcast de cocina callejera motivado por contestar la de serie de Netflix. ¿Qué es lo que no comparte?
«Street food Latinoamérica tiene historias muy buenas y una factura técnica impecable, pero se centra en lugares que no representan exactamente la comida callejera. Algunas historias arrancan de la calle, pero terminan mostrando a esa persona ya con un restaurante establecido para dar una visión optimista. Es válido, pero la cocina callejera que a mí me interesa es un universo distinto que implica muchas cosas. Primero, un nivel de vulnerabilidad. Salir a vender algo a la calle significa que tengo una capacidad absolutamente mínima de inversión. Otra cuestión tiene que ver con la contaminación. La historia de la cocina es una historia de contaminación y no de pureza, y mucho en la comida callejera tiene que ver con alguien que migra a un lugar, hace lo que sabe hacer, y descubre que en ese país lo que sabe hacer o es difícil por los ingredientes, o no gusta en el lugar, y eso le obliga a cambiar y adaptar su receta al nuevo medio. Y eso es lo que hace evolucionar la cocina».
Está preparando un libro sobre la astringencia. ¿Por qué este tema?
«Descubrí el concepto a través de Ryoko Sekiguchi, una poeta y traductora japonesa. Ella vive en Francia, y le indignaba que la lengua francesa no concediera su lugar a la astringencia. En Japón lo astringente representa una ética y una estética bien definida. La comprensión de la astringencia solo se alcanza con el paso del tiempo y con cierta experiencia de vida. En nuestra era vivimos cierta dictadura del valor de la juventud. Encontrar en la gastronomía un concepto que valora el paso del tiempo y mostrar que llegamos a determinada edad con ciertos golpes, pero también con cierta sabiduría y cierta belleza, me pareció maravilloso«.
