“Noma demostró que se puede hacer lo que se quiera con los ingredientes de los que se dispone”, recordaba en la sesión inaugural del III Encuentro Internacional de Gastronomía de Alta Montaña Christopher Haatuft, calificado por el New York Times en 2017 como “redefinidor de la cocina nórdica” en su restaurante Lyvsverket*. Así que animados por René Redzepi, son muchos los cocineros que se han lanzado a mirar a sus montañas como despensa, aunque eso suponga limitaciones.
Con Haatuft viajamos a los fiordos noruegos, donde apenas hay frutas y verduras porque “los agricultores viven de una estación muy corta entre mayo y septiembre”.
“Recientemente hemos empezado a hacer productos de calidad”, reconoció quien presentó un plato de bacalao pochado sobre pan ácimo, crema fresca, ajo salvaje encurtido y hierbas. “Nada espectacular, pero es la comida que la topografía nos da”, expuso.

En Tvaaker, en la costa oeste de Suecia, las temporadas están muy marcadas y casi es imposible cultivar verduras en invierno. Por eso en el restaurante Äng* Filip Gemzell y su equipo encurten y ahúman en primavera y verano los productos de su huerto.
A Andorra Taste llevó un tartar de mejillón azul con crema de eneldo ahumada y aliñado con una salsa muy reducida del propio molusco (con diez kilos sólo obtienen unas cucharadas) y una ensalada de ortigas fritas, acedera y espárragos verdes fermentados que ellos mismos cultivan. Además de trabajar con su huerto y con ingredientes que recogen en la naturaleza, producen su propio vino, algo poco habitual en los restaurantes escandinavos.
Sin residuos
En 2018 abrió en Helsinki Nolla con el afán de llegar al desperdicio cero. Sus impulsores, el español Albert Franch, el portugués Carlos Henriques y el serbio Luka Bala, repudian por lo manida y “vacía de contenido” la palabra sostenibilidad, pero se han esforzado en reducir al máximo los residuos, no sólo alimentarios, sino dando una segunda vida a vajilla y cubertería o descartando los recipientes de un solo uso. Hasta los uniformes del personal están hechos con sábanas de un hospital.
Se abastecen de ingredientes disponibles a 250 kilómetros a la redonda, rechazan los peces de piscifactoría y se nutren de lagos y ríos intentando dar visibilidad a otros pescados en un país en el que el salmón de granja es el más consumido.
Comer en un vagón
Más allá de la cocina nórdica, protagonista en esta edición, Andorra Taste subió a su escenario a Eduardo Salanova, cuyo Canfranc Express se ubica en un vagón de la estación oscense del mismo nombre, inaugurada en 1928 y restaurada como Canfranc Estación, a Royal Hideaway Hotel de la Cadena Barceló.

Practica lo que define como «cocina histórica transpirenaica», transmisora de la tradición de Huesca y el resto de Aragón, con Teodoro Bardají como referente. «Cocinamos el monte de Canfranc», detalló antes de presentar un gravlax de esturión que curan en vez de con sal y azúcar en pasta de aceituna empeltre y ajo negro y sirven con gazpachuelo con mayonesa de ostra y caviar, un cordero local madurado en kombu o una versión del pastel ruso con boliche (judía blanca local).
Y si la cocina de Salanova se desarrolla en un vagón, mirando al monte Ulía está Arzak***, por eso Elena Arzak quiso reivindicar en este encuentro la cocina de montaña, además de la del mar, quizá la más valorada del País Vasco. Con productos de caseríos que recuerdan al pasado pero que actualiza con nuevas técnicas, como una versión de la sopa de ajo «que ha encantado tanto a los clientes nacionales como internacionales», un huevo frito con sardinas de caja y alcaparra frita o un cordero del Pirineo con costrones de polenta, crema de limón negro y miel de romero.
De Navarra a Taiwán
Desde Navarra, pero también desde Taipéi, llegó David Yárnoz, que defiende la cocina de su tierra tanto en Molino de Urdániz**, como en Orígenes -donde rescata platos tradicionales como el patorrillo de cordero- y en la capital taiwanesa, que luce dos brillos. Lo mismo se adapta al negocio familiar que heredó de sus padres en una localidad de apenas 100 habitantes como a la ciudad de 2,4 millones de almas.

Uno de sus productos fetiches es la trucha, que pasa por salmuera, cocina a baja temperatura, glasea y acompaña con cebolla rellena de crema de remolacha amarilla; otro ejemplo que llevó al auditorio de Andorra Taste fue el extracto de pimiento asado con piel de bacalao y su brandada.
Y como uno de los objetivos de este certamen es ayudar a construir la nueva cocina andorrana llevando a chefs que sirvan de inspiración a los locales pero también permitiéndoles mostrar su gastronomía, Rodrigo Martínez, de Beç (Escaldes-Engordany, Andorra) presumió de embutidos de su país como el bull de cap o la sobrasada del Pirineo, de los huevos de unas gallinas criadas a a 1.900 metros de altura, de la miel de montaña o de las setas que allí se recogen.
El acento local también corrió a cargo de Alex Kinchella (La Cort del Popaire) quien desde los 1.900 metros de altitud de Soldeu recrea “una cocina de montaña de autor” en la que reinterpreta el recetario local.