La Paz es el tercer vértice del triángulo que forman las grandes cocinas andinas: Ecuador, Perú y Bolivia.
Llego a La Paz dos días antes del golpe fallido del general Zúñiga y salgo al día y medio de la pantomima, pasado el desconcierto y la desbandada ciudadana que vino con ella; la incertidumbre llevó al cierre de restaurantes y al público buscando refugio, combustible y alimentos, por si acaso el iluminado no estaba solo. Más allá de eso, fueron cuatro días para el reencuentro con una cocina que nunca deja de sorprender. Pasaron seis o siete años de ausencia, y ahora veo una ciudad en plena transformación, y un plantel de restaurantes que no ha dejado de crecer. La vida de La Paz deriva hacia el sur -a esta altitud 100 meros se bastan para hacer la diferencia, y si son 400, mucho más- y el cambio se muestra especialmente en Calacoto, hoy centro comercial y de ocio de la capital. Donde antes apenas estaban Gustu y el Hotel Casa Grande, hoy se traza un tejido de torres de oficinas, hoteles y restaurantes que rodean y a menudo ocupan las viejas casonas de la zona, derivando ya de forma clara hacia el cercano Achumani.
La Paz es hoy el tercer vértice del triángulo que forman las tres principales cocinas andinas: Ecuador, Perú y Bolivia. Hay otros países condicionados por la cordillera, como Chile, Argentina o Colombia, pero también viven otras realidades. Siento que la paceña es la cocina andina que más rápido he visto crecer en la última década.
Aquí se vieron rápidamente las consecuencias del nacimiento y el trabajo de Gustu. Empezando por los mercados, donde la recuperación y puesta en valor de la despensa local son una realidad que no parecía tanto hace solo doce años. Pasaron y pasan muchas cosas a partir de aquel Gustu levantado por el cuajo, el trabajo, el empuje y el compromiso de la danesa Kamilla Seidler y el venezolano Michelangelo Cestari, arrastrados por el empecinamiento del creador de la Fundación Melting Pot, Claus Mayer, con el kilómetro 0 prendido en la pechera del ideario para aplicarlo a rajatabla. El restaurante nació con el mandato de no utilizar un solo producto cultivado, crecido, criado o manufacturado más allá de las fronteras del país. Parecía una aventura imposible, pero la obsesión marcó el principio del cambio.
Nada hubiera sido igual sin aquel ideario y el cuajo y la fuerza exhibidos por Kamila y Michelangelo. Compartimos un fin de año en Lima, visitando mercados y restaurantes, y estuve con ellos en la inauguración del restaurante, todavía esperando que el equipamiento de cocina superara la frontera burocrática. Seguí acercándome cuando se daba la oportunidad, para ver crecer una propuesta obcecada en lidiar contra la corriente y las ausencias. Era el tiempo de los brazos abiertos a lo de fuera y la mirada torva y recatada hacia lo propio; mandaba una actitud cicatera y parcial hacia la despensa local. Han pasado doce años y Gustu, apoyado en la escuela social que articulaba el restaurante, fue decisivo pare prender la mecha del cambio. Qué suerte tuvo Bolivia de contar con aquellos dos jóvenes profesionales. Ojalá hubieran llegado réplicas a todos los países de la región.
Se cambió parte de la mirada hacia la despensa, pero sobre todo se abrió la puerta a las cocinas. La primera generación de Gustu ya tuvo consecuencias en el entonces precario tejido de restaurantes de la ciudad. Recuerdo de aquella época Propiedad Pública, de Gabriela Prudencio, en el barrio de San Miguel, y a Sebastián Quiroga y María Claudia Chura, todavía concretando el proyecto de Ali Pacha, que abrirían después de mi marcha. El primero cocinaba italiano con productos locales y el segundo nacía con la voluntad de desterrar de su cocina los productos de origen animal. No era extraño ni bizarro; las cocinas andinas, eminentemente agrarias y de subsistencia, siempre fueron descaradamente vegetales.
La saga no se ha detenido. Por una parte está Manqa, la marca nacida de las escuelas sociales crecidas alrededor de Gustu en El Alto, el distrito que rodea el aeropuerto de La Paz. Manqa mantiene dos locales, uno en el centro y otro en Calacoto, dentro de El Bosque, un espacio que acoge restaurantes y cocinas más o menos a la moda. En Manqa manejan mejor las cosas de la cocina que la atención al cliente (por cierto, no se limpia una mesa con aerosol, aunque sea manual, cuando hay clientes comiendo en la contigua). Otra graduada de Gustu, Dennis Llusco, dirige la cocina de los dos locales de La Rufina, de la que es socia, también en el centro y en Calacoto. Desde la apertura vuelca su trabajo en la cocina tradicional: sopa de maní, anticuchos (qué diferentes a los peruanos), rellenos, mondongo, cola guisada, chairo…
Dennis coincidió en Gustu con Valentina Arteaga, a quien encuentro convertida en propietaria y jefe de cocina de Phayawi, un rutilante restaurante de dos plantas, también dedicado a la cocina boliviana, en la zona de Achumani. Lo mejor de esta historia es que su clientela es local: profesionales, ejecutivos y empleados de las oficinas de la zona o directamente vecinos que acuden al calor del fricasé, la sopa de maní -con un toque de palillo que, me dice, viene de Tarija-, el lomo de paila o el falso conejo. Le sucede lo mismo a La Rufina en Calacoto: público local allí y turistas en su comedor del centro.
El encuentro con Valentina ofrece un regalo emocionante. Antes de marchar me muestra una foto desvaída y mal iluminada. Está tomada en 2013 con la precaria cámara de un celular de los de entonces y me muestra junto a un grupo de estudiantes de la escuela de Gustu a los que acababa de dar una charla. Valentina, la primera en pie a la izquierda de la foto, me cuenta que durante la charla les dije que cuando volviera diez años después, esperaba ver a algunos de ellos dirigiendo restaurantes volcados en la despensa y la cocina boliviana y a otros practicando cocinas diferentes pero siempre con productos locales. Fueron once años en lugar de diez, pero mi idilio las despensas y las cocinas locales que el empuje de Gastón Acurio convirtió en obsesión propia -con él entendí el protagonismo del productor y el papel real del producto; Pedro Miguel Schiaffino y Héctor Solís insistirían después en el mismo camino- se hizo realidad. Valentina y Dennis tienen sus propios restaurantes, cómo los tienen Gabriela Prudencio, Sebastián Quiroga y María Claudia Chura. Entre todos ayudan a exhibir la despensa boliviana.
No sé si Mauricio López, el creador de Ancestral, procede de la misma escuela, pero no pude preguntárselo. Fui la noche del intento de golpe y lo encontré cerrado. Tampoco pude conocer el trabajo de Marsia Taha en Gustu. Me dejé caer una noche en la que había dos clientes en una mesa y otro en la barra, pero la jefa de sala me dijo que estaba lleno y no me podían atender. La mañana siguiente me explicaron que atendían un evento en una embajada y habían desplazado tanto personal que solo servían las mesas previamente reservadas. La explicación, cierta o no, resulta más sencilla que negar la evidencia. En este restaurante escuela tienen lagunas de formación.
Hubo más. Los cafés de Origen Café Eco de las Aves -me gustó su honey de altura-, el derroche de inversión (con buenos resultados) de El Cielo, el bar instalado en el piso 39 del Green Tower, el singani y los vinos de Tarija, el valle del Cinti y Samaipata, que merecen más atención de la que se les da.