El turismo también puede ser un lastre

La memoria del sabor

Recorro Cuzco rodeado de turistas; legiones que toman una parte de la ciudad. La otra crece con el sueño de vivir y prosperar por cuenta del tsunami que deposita oleadas de viajeros en las puertas de hoteles, hostales y casas de conveniencia. El aeropuerto es un hervidero y las calles un mosaico que marca la distancia entre el turista y el local.

 

Bastan unas horas para ver los cambios operados en el Cusco (ya es hora de que los de fuera empiecen a honrar su nombre real: Cusco) que viví antes de la introspección de la pandemia. Donde antes había parrillas y cocinas sin alma -aunque haya buenas pizzas, incluso hamburguesas de buen pasar- aparece hoy el cuy, prolijamente pregonado en pizarras y escaparates. Impensable hace cinco años, cuando el cuy -el conejillo de indias- encarnaba la imagen de la mascota que sestea en la habitación de tus hijos. Lección de marketing gastronómico: consigue que cien comensales se atrevan con un anatema culinario y arrastrarán a otros diez mil.

 

Veo docenas de cafés, panaderías y locales casuales que a veces exhiben buenas intenciones, pero es poco para soñar con la vuelta, que al final se concreta más allá de las cocinas. Esta ciudad tiene espacios, calles y memoria que merecen ser recorridos, pensados y habitados, incluso en el vértigo del turismo: uno o dos días para la ciudad, otro para Machu Pichu y vuelta. La pandemia se llevó muchos negocios por delante y transformó otros. Los fondos de inversión y los grandes propietarios entraron a saco y han convertido el medio Cusco que me interesa en una gigantesca tienda de alpaca y lanas de colores.

 

Chicha, el restaurante del grupo de Gastón Acurio es de los que se mantienen. Exhibe una oferta de cocina local cuidada y pulcra -qué bueno el chupe de cola (tubérculos, carne de cordero, cola de res), un guiso con enjundia que además te hace pensar- que recibe clientes a chorros -enseñanza: les gusta lo local cuando está bien hecho y servido con cuidado-, y encontré Cicciolina, el restaurante de vocación mediterránea de Alberto Sacilotto, dominando la noche culinaria, como antes. Alberto, un resistente de la vieja guardia, ha mudado su negocio al otro de la calle, agregando habitaciones y un local casual, medio bar medio pizzería. Confortable.

 

Poco más que contar que pueda interpretarse como un estímulo para el turismo gastronómico, si es que todavía queda en esta región que vive una crisis sin precedentes en lo que se refiere a las visitas de ringorrango. Hablaba Benjamín Lana en Viajar con la tripa, una de sus columnas dedicada a la motivación gastronómica de una parte del peregrino, pero no lo veo en esta ciudad. Tal vez sea que la altitud no estimula el apetito, o que el frenesí de la gira del día -los furgones de los tours se amontonan a las 4 de la mañana bajo la ventana de mi habitación- o los paseos urbanos te dejan con ganas de poco.

 

No es un clima propicio para el turismo que gusta de comer diferente y a ser posible bien. Los hoteles se afanan por conseguir que el cliente consuma en casa, ignorando al que se aloja en otros centros, a sus propios tránsfugas o ¿por qué no? a la clientela vecinal. Unos fichan firmas con título nobiliario que aportan su nombre al historial, diseñan menús, cambian recetas y se dan a la fuga tres minutos después. Otros contratan profesionales con rumbo, pero les condenan a vivir entre preguntas sin una respuesta clara: ¿Para quién trabajamos? ¿Adaptamos la oferta para abrir la puerta a un comensal de cercanía? ¿Qué le ofrecemos al visitante? ¿Lo que le resulta cercano y confortable o lo diferente que le proporcione una experiencia? ¿Y si combinamos las dos cosas?… Entre ellos está Rely Alencastre en El Convento. Me mostró su trabajo y hablamos mucho de todo eso, pero las decisiones no se toman en la cocina, sino en los despachos, a veces en ciudades muy lejanas.

 

Siempre quedan las picanterías. Más que populares, con propuestas ligadas a la tierra y cocinadas con modestia. Cuanto menos comprometidas con el turista, más me gustan; siempre he preferido La Chomba, más humilde, pero más real. Esta vez me acerco a una picantería nueva, en zona residencial, que pensaba representante de una propuesta joven, comprometida con la calidad y todo eso, pero salgo en cuanto puedo, con el mal sabor de boca de unos interiores que no han limpiado (escaldado) antes de cocinarlos, y una sensación extraña: pregunto al camarero y a la cajera por el dueño y ninguno de los dos lo conoce. Los dos trabajan en lLa Cusqueñísima, pero no saben quién dirige el negocio y, presuntamente, la cocina.

 

Me impresionan los precios del vino, allí donde hay cartas. En Perú suele ser un producto costoso -multiplican sistemáticamente por tres el precio de compra- pero no tanto. Encuentro precios multiplicados por cinco. Pedir una botella equivale a dos invitados más en la mesa; una copa de vino local -siempre el más barato ¿por qué castigan así al que no quiere beber una botella, o prefiere no pagarla?- se vende por encima del precio que pagaron por la botella en el almacén del distribuidor.

 

-¿Por cuánto vendes el kilo de naranjas?

-Cuesta 150.000 dólares.

-¿Vendes muchos?

-Ninguno, pero el día que venda uno me puedo retirar.

-Suerte con eso.

 

El turismo también coloniza San Pedro de Atacama, unos cientos de kilómetros al sur, bien entrado Chile. Atacama es un desierto en el que en esta época del año las visitas visten con ropa de après ski, como cuando van a Colorado. También pasan el día fuera, esta vez recorriendo espacios naturales que encojen el corazón, y caída la tarde solo les queda transitar las seis calles del centro y decidir donde comer. Técnicamente, comer pizza, ramen, búrguer y otras historias parecidas no se asocia al turismo gastronómico, y lo más gastronómico que encuentro es una guardiana de la tradición que debió extraviar el legado que seguramente atesoró.

 

La reflexión es inevitable: ¿Es justo valorar más la condición del titular o la titular del negocio que calidad y el precio de lo que cocina y sirve? La solidaridad, la empatía y el papanatismo convierten las etiquetas que aplicamos a algunas cocinas en un juego engañoso. Algo hacemos mal cuando olvidamos que el contenido del plato es el escaparate en el que se muestra la cocina. El resultado marca el paso: una patasca -guiso de maíz tradicional en las alturas andinas- que nunca debió salir de la cocina, un mediano pastel de choclo y dos cervezas por 58 dólares. Te asoma la cara de idiota antes de que llegue la cuenta.

 

Aquí también hay cocinas de sangre azul, aunque tengan aire de conveniencia. El laureado Virgilio Martínez se encargó de la carta de Explora, uno de los hoteles de lujo del lugar. Entre que nadie comenta nada y el escarmiento del plato de patasca decido dejarlo para otro viaje: los experimentos con gaseosa y si son aquí, con la tarjeta de crédito de tungsteno.

 

El desierto no es un espacio particularmente productivo y el abastecimiento en este rincón de Atacama -el desierto seco más grande del mundo- no es ni fácil ni barato; tan complicado como dar con profesionales de solvencia (generalmente expatriados en escala técnica). Me refugio en Adobe, el restaurante de Pancha Echeverría, donde se cuidan cada vez más detalles y la cocina es de cercanía. Amable, más cuidada de lo acostumbrado en la vecindad, y controlada en precios. Me enseñan que basta con eso para que el comensal sonría.

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