Dicen muchos, y no les falta parte de razón, que la cocina madrileña no existe, que es un compendio de las muchas que desde 1560 -cuando Felipe II traslada aquí la Corte- han ido llegando a la ciudad desde toda España.
Es cierto, pero no lo es menos que también se han ido conformado una serie de platos populares que forman parte de la identidad madrileña y que se asimilan como propios.
Buena parte de esos platos son de carácter popular. Han nacido en tabernas y bares para pasar a los restaurantes, vistiéndolos con una pátina burguesa, incluso de lujo. Otros permanecen ligados a la calle y la celebración.
Bocata de calamares, emblema de la ciudad
Y si hablamos de tradición no se pueden pasar por alto los bocadillos de calamares. Raro es el turista nacional o extranjero que pase por la Plaza Mayor y no sucumba ante un bocata calentito de calamar crujiente, recién preparado.
Ya sabemos que no son calamares (el precio que tienen es disuasorio) sino voladores, potas o algún pariente del cefalópodo. Lo suyo es que las rodaja sobresalgan de una barrita abierta por el lateral, que haya que apretar y pringarse de la grasilla del rebozado. Esa es la gracia de un bocadillo para comer a pie de barra, caña en mano.
Hay muchos sitios donde probarlos en versiones típicas o actualizadas (gastrobares, neotabernas e incluso restaurantes), pero optamos por la tradición. Ineludible El Brillante (Pza. del Emperador Carlos V, 8), que los lleva preparando desde 1952, el Bar Postas (Postas, 13), junto a la Pza. Mayor y la Puerta del Sol, o Los Bocadillos (Marqués de Urquijo, 1), en la zona de Argüelles.
Bravas y tajadas de bacalao
En Madrid se comparten raciones de mil y una cosas, pero hay algunas que han pasado a considerarse propias del recetario madrileño.
Pasa con los boquerones en vinagre y con las patatas bravas, que estas sí que tienen el apellido del Foro (lo dicen los autores gastronómicos, que establecen en Madrid el origen de la receta).

Las canónicas no llevan tomate –por supuesto nada de mayonesa o alioli, esa es la versión mediterránea- y sí el toque picante de la salsa que les caracteriza, que se elabora con caldo de jamón y un poco de harina para espesar.
Son famosas las de Docamar (Alcalá, 337) y por supuesto junto a la Puerta del Sol las de Las Bravas (Álvarez Gato, 3), que tienen la salsa patentada. Por la zona de Moncloa, Los Chicos (Guzmán el Bueno, 33), y nos gustan especialmente unas de bar de barrio, La Gloria (Pº de Extremadura, 147) con una salsa adictiva y canónica.
Las largas colas que se forman a la entrada de la histórica Casa Labra (Tetuán, 1), junto a la Puerta del Sol, alertan al viandante despistado. Aquí se sirven, sin duda, unos riquísimos Soldaditos de Pavía, un bocado que le ha dado fama.
Es uno de los aperitivos más típicos: trozos de bacalao desalado, rebozado en una masa tipo Orly coloreada con hebras de azafrán y con una tira de pimiento rojo por encima. Al parecer son de origen gaditano, pero ya se servían como tapa a finales del XVIII en Madrid. El nombre hace referencia al color de la casaca del los húsares del General Pavía, que dio un golpe de estado en 1874.
Si los de Casa Labra son jugosos y crujientes, no les van a la zaga los de Casa Revuelta (Latoneros, 3), junto a Puerta Cerrada, o los que prepara Óscar Portal en Taberna Linaza (Montalbán, 3).
Entresijos, gallinejas y oreja
En Madrid gusta la casquería, y de hecho hay numerosas recetas que lo atestiguan, desde los riñones a la lengua estofada, los sesos, las criadillas o los callos (que por sí mismos merecen un comentario aparte). Pero los entresijos y las gallinejas son tan madrileños como el Oso y el Madroño.
Son las tripas del cordero lechal. Antaño se comían también de las gallinas -de ahí el nombre- aunque en realidad se trata del intestino completo del animal.
Los entresijos, sin embargo, son lo que se llama el mesenterio, unos pliegues de grasa que unen las tripas y el estómago del cordero (el zarajo, que también se come en Madrid, aunque más en Cuenca, es la tripa entera enrollada en un palito de sarmiento). Siempre se comen fritos.
Muchos de los bares que los servían han desaparecido -como la famosísima freiduría de la calle Embajadores- pero aún se mantienen locales como el mítico Casa Enriqueta (Gral. Ricardos, 19), abierto en 1958 pero que tiene su origen en el puesto que 1909 tenía Enriqueta en la Puerta de Toledo. Venden también chorrillos, canutos, mini zarajos o chicharrones, friendo siempre en la grasa del cordero.
Otras direcciones donde probarlas son El Mirador de San Isidro (Toledo, 151), Casa Ricardo (Fernando el Católico, 31), otro mítico de la gastronomía madrileña que lleva abierto 89 años, y por supuesto en muchos quioscos que por las fiestas del patrón se montan en la Pradera de San Isidro.
La oreja de cerdo es otra de esas raciones de casquería que gustan y mucho en la Villa. Un plato de bar y taberna, de picotear y compartir. El secreto es que llegue tierna y crujiente, bien churruscada, con ese contraste entre la ternilla ligeramente crocante y el tostado de la caramelización en la plancha, con el sabor a grasita del cerdo tan rico e inconfundible.
En Madrid la típica se hace con una salsa brava picantita, como tiene que ser, aunque también está muy buena simplemente sola o con un majado de ajo y perejil.
La bordan en el ya citado bar La Gloria ( Pº de Extremadura, 144), y nos gustan también la del Bar Gonmar, en Carabanchel (Pº de Marcelino Camacho, 47).
Son un clásico en Las Bravas, con su famosísima salsa (Álvarez Gato, 3) y la versión que preparan en La Casa de los Minutejos (Antonio Leyva, 19), que hacen prensada en láminas en un pequeños sándwich a la plancha regados con su salsa brava.
Marchando una de caracoles
Aunque es una de las tapas más típicas, su decadencia es evidente. Las nuevas generaciones, y otras que ya no lo son tanto, por diversos motivos han perdido la costumbre de comerlos y están desapareciendo de los bares a marchas forzadas.
La costumbre viene de la gran cantidad de caracoles que se daban en las huertas y viñas existentes en los alrededores de Madrid, a menudo en la zona norte: Chamartín, Hortaleza, Fuencarral o Canillas. Muchos iban a parar a merenderos y ventas de las afueras, y también a bares y tabernas del centro de la ciudad.
Ya no son tan complicados de preparar como antes, donde había que lavarlos y purgarlos durante días. Hoy llegan de granjas y no necesitan tanta preparación.

Eso sí, los auténticos a la madrileña se siguen elaborando con jamón, chorizo y morcilla, sin olvidar el pimentón y la guindilla, con una buena salsa para mojar pan y chuparse los dedos, que es lo que toca.
No es fácil encontrarlos en bares y restaurantes, pero aún queda sitios para hacerlo, como la cervecería Los Caracoles (Toledo, 106), una taberna castiza con más de 100 años de historia. O Casa Amadeo Los Caracoles, en pleno Lavapiés (Pza. de Cascorro, 18), junto al Rastro, donde lleva instalado desde 1942. T
También los hacen en El Fogón de Trifón (Ayala, 144), un recomendable restaurante con un apartado castizo (callos, oreja, manitas, rabo de toro…)
Callos, ADN madrileño
Hablar de callos y cocina típica madrileña es todo uno. Es el plato más democrático porque está en bares y restaurantes, comedores de lujo y tascas de azulejos y vino a granel. Tiene múltiples seguidores, tantos que no es infrecuente encontrar verdaderos expertos que se dedican a buscar sin descanso nuevas direcciones donde probarlos.
Bares de nuevo cuño, restaurantes gastronómicos, bistrós, es difícil no comer callos como Dios manda en Madrid. Melosos, untuosos, con el típico sabor ahumado de la morcilla y el chorizo asturiano -como mandan los cánones, con su punto justo de picante y el colágeno que se queda agarrado al final del paladar, son un plato imbatible.
Callos se hacen en muchas zonas de España, desde el cap i pota catalán a los gallegos (con garbanzos), los asturianos (cortados en trocitos pequeños) o el menudo andaluz (con hierbabuena).

En la capital tienen que llevar bien de “toallita”, la parte del estómago del vacuno que tiene celdillas, además de un poco de pata y morro para dar melosidad.
Entre nuestros preferidos, los de El Landó (Pza. de Gabriel Miro, 8), en Las Vistillas, canónicos y gustosos. Los de Juanjo López en La Tasquita de Enfrente (Ballesta, 6), picantitos y elegantes, o los que Javi Estévez hace en sus dos locales, El Lince (Príncipe de Vergara, 289) y La Tasquería* (Modesto Lafuente, 82), una de las propuestas apetecibles de este chef casquero.
El cocido más famoso
Es una receta que no pasa de moda, que continúa ahí a través de los siglos, que se come dentro y fuera de casa y en todo tipo de establecimientos. Forma parte del menú del día a precios por debajo de los 20 euros, pero también está en cartas que lo festejan por encima de los 60.
En Madrid el cocido se sirve en tres vuelcos (la sopa, los garbanzos con las verduras y las carnes con el chorizo, el jamón y el tocino para finalizar) muchas veces con una salsa de tomate y cominos o simplemente con aceite de oliva.
La sopa con fideo cabellín, los garbanzos con zanahoria, patata y repollo, la gallina, el morcillo de ternera, el tocino, el chorizo, el tuétano, en ocasiones el relleno…. Un festín en toda regla.
Se sirven buenos cocidos en muchos establecimientos de Madrid y toda la provincia, pero sin temor a equivocarnos, los sirven bien ricos en Taberna Pedraza (Recoletos, 4), con un producto muy seleccionado, nunca falla.
También es el plato estrella en La Gran Tasca (Santa Engracia, 161), muy abundante y contundente. Además, dan también sólo la sopa si se quiere comer más ligero junto con cualquier otro plato.
Ponzano (Ponzano, 12) tiene uno de los cocidos con mejor relación calidad-precio (todos los miércoles como menú del día) y Casa Lhardy (Carrera de San Jerónimo, 8) es el más elegante, servido en bandeja de plata en sus comedores históricos donde Isabel II puso este plato de moda.
Pepitoria: gallina, huevo y azafrán
Un guiso capitalino lleno de tradición que poco a poco se ha ido perdiendo de los restaurantes, tascas y casas de comida, a pesar de que históricamente tuvo momentos de gloria. Que se lo pregunten a los escritores de Siglo de Oro que hablan de él o a Isabel II, la reina comilona fan incondicional de este plato.
No se sabe muy bien de dónde procede. Se habla de Francia y también de la herencia árabe. Lo cierto es que se preparaba a partir de los despojos de la gallina, aunque hoy sólo se usan pechugas y muslos. Sí se mantiene la utilización de la yema de huevo duro, así como un picadillo de almendras y azafrán para dar el clásico color amarillo. Una salsa que, tras cocer, es mejor que tenga cierta consistencia y permita hacer barquitos.
Así la siguen preparando en un incuestionable como es Casa Ciriaco (Mayor 84), casa de comidas centenaria (desde el 4º piso del inmueble el anarquista Mateo Corral lanzó una bomba contra el cortejo real el día de la boda de Alfonso XIII) que sigue fiel a su célebre pepitoria.
También es plato de referencia en Casa Ricardo (Fernando el Católico, 31), o en el castizo La Posada de la Villa (Cava Baja, 9), que junto a la fama de sus asados de cordero enarbola la bandera de este guiso tradicional de gallina.
De postre, rosquillas del Santo
Tontas, listas, de Santa Clara, francesillas y en nuevas versiones (con chocolate, con madroño, dulce de leche…) Algunas tan singulares como las rosquillas jamoneras que ha lanzado este año El Museo del Jamón, de tamaño más grande para poder acoger las lonchas de cerdo ibérico.
Las tradicionales son las de siempre, con una masa común a todas ellas: huevos, azúcar, aceite y anís. Las tontas, lo dice el nombre, son las más sencillas, y no llevan nada por encima.

Las listas son las más dulces por el baño que las recubre, una glasa azucarada y con limón (de ahí su color amarillo); las de Santa Clara, las más frágiles, llevan una capa blanca de merengue recubriéndolas, y las francesillas se cubren con un picadillo de almendra en grano y huevo.
Y todavía hay una quinta variedad, los galos de Madrid, pequeñas rosquillas bañadas en un cristal muy fino de azúcar, que son más esponjosas que las demás (se las conoce también como sakuskinas).
Hay cientos de pastelerías y obradores que ofrecen rosquillas del Santo por estas fechas, y también pésimas versiones industriales por doquier, muchas en los puestos y quioscos de La Pradera.
Nos quedamos con las verdaderamente artesanales y direcciones como El Riojano (Mayor, 10), Pastelería Luzón (Conde de Peñalver, 42), La Duquesita (Fernado VI, 2), Horno de San Onofre (San Onofre, 3), Mallorca (Velázquez, 59), La Mallorquina (Puerta del Sol, 8) o Turris (Princesa, 73).