Aquí, en Lima, se sigue llevando el plato bien taipa, lleno de comida hasta la bandera, y la mayoría de los restaurantes se aplican. La segunda parte de la norma quiere que el exceso sea de hidrato de carbono: arroz, yuca, choclo, camote, papa, tal vez frijoles. No es raro que rodeen y casi oculten la proteína que da nombre al plato, sobre todo ahora, cuando los precios del pescado y la carne obligan a imponer prudencia, lo que se traduce en reducir la dosis sin mermar el tamaño de la ración, o en trastocar las referencias (ya saben, donde dije corvina debí decir cachema, donde escribí tira de asado quise poner aleta o tapa). Todo sea por la conquista del plato taipa, las raciones para dos y la reivindicación de la panza.
No es raro encontrar en los mentideros de Facebook -hoy, una mezcla de ágora de jubilados entrelazada con proclamas y alardes de jóvenes rompiendo su primer cascarón- la reclamación de las tres B –“b”ueno, a“b”undante y “b”arato- aplicadas a la recomendación de restaurantes, siendo la segunda la que prima. Las otras dos quedan a su servicio.
Me parece un hábito democrático, que nos iguala. El exceso en la comida es el escaparate de una de las lacras de nuestro tiempo, pero se extiende en horizontal. Lo buscan los clientes de los comedores populares, reivindicando una condición que les habla de progreso económico y social; es el estandarte de la nueva clase media, ansiosa de olvidar lo que no tuvieron antes mientras se siente consolidaddo en su nueva posición; y si atendemos a los cocineros de la desgana y la alergia a las preguntas que obligan a buscar respuestas (de las que te acaban haciendo trabajar, ¡uff, qué pesadez!), las nuevas y las viejas élites que recorren sus comedores exhibiendo marcas y displicencia coinciden con los menos favorecidos: el plato, cuanto más generoso, mejor. Comer mucho está bien visto; la prosperidad se exhibe en la mesa.
Así seguimos, a punto de cumplir un cuarto del siglo que se anunciaba más luminoso que el de las luces, aunque resultó de otra forma. La realidad es que trae bajo el brazo la parte oscura del catálogo, mezclando a partes iguales amenazas y realidades que hubiéramos preferido no vivir. A cambio, compensa propiciando la impagable presencia de cocineros y reggaetoneros ejerciendo como faros intelectuales. Al menos algo ha cambiado: los nuevos gurús saben comer y divertirse, aunque muy pocos podamos hacerlo en los mismos lugares que ellos. Qué demonios, cualquier tiempo pasado fue peor.
El caso es que América Latina se asoma a la modernidad, o lo que sea esto, procurando comer como nunca lo hizo, a borbotones. Acabo de vivirlo en Chile, donde la precariedad es la plaga endémica de un país que la mayoría pensábamos próspero. No es nuevo. Lo viví hace tiempo, trabajando en un proyecto que me llevó durante tres años a las chimbas, los campamentos de la pobreza que definen los límites de Antofagasta -el interior no estaba demasiado mejor, pero comparado tenía un gran pasar-, mostrando un paisaje marcado por la pobreza y la obesidad, emparejadas para delinear un perfil endémico. La más preocupante de todas, la de los niños con aspecto de tapón, robustecidos a golpe de refrescos azucarados y bolsas repletas de estimulantes del apetito. La obesidad es hoy el escaparate de la pobreza y la malnutrición, que vienen a ser la cara b de la misma tragedia.
Frente a la imagen del progreso y la modernidad, la cocina chilena, la mayoritaria, la del público de cada día que nunca se permitirá un menú de cien lucas (luca: billete de mil pesos, alrededor de un dólar) muestra la realidad del completo -perrito caliente- erigido en plato universal, con un exceso de todo lo imaginable entre la salchicha y la boca, el sanguche de kilo y medio y un palmo de altura, con medio tarro de mayonesa industrial y harto queso, y la aviesa relación que mantienen con el agregado, la versión local del plato combinado: un pescado o una carne a la plancha y, agregados, arroz, papas fritas, tal vez verduritas salteadas, quien sabe si ensalada. ¿Para qué cocinar si dos tercios del plato vienen embolsados o los tenemos listos desde ayer?
Conocí otra realidad hace catorce años, cuando empecé a vivir la identidad andina, que en Perú incluye la selva y la costa (Perú es Ande, traiga vegetación y dormilones, o rocas batidas por agua salada). Visité productores en muchos lugares del país y casi todos tenían cosas en común: eran fibrosos, secos y enjutos, no tenían una generación que los siguiera -sus hijos buscaban otras vidas en la ciudad-, vivían el último tiempo de la agricultura de subsistencia y comían lo que producían. Si era papa, la desayunaban con caldo, la almorzaban cocida con salsas como la uchucuta y la cenaban en mazamorra con azúcar. El día del cumpleaños de la madre, cocinaban un cuy. Los años los fueron cambiando.
He vuelto a encontrarme con ellos. Ahora bajan a la ciudad, donde venden papas para comprar fideos, arroz y latas de atún. Y en cada trayecto ocupan mesa en comedores gobernados por el caldo de gallina -un cuarto de ave, tres papas y dos huevos cocidos, en un pozal de caldo-, comen más de lo que comieron nunca y la panza asomó en sus vidas. La cuidan: en ella tienen un símbolo de bienestar y prosperidad.
Nunca habían necesitado tanta comida junta en un plato, pero es cuestión de estatus: pueden permitírselo y es hora de hacerlo. Para demostrar a todos, empezando por uno mismo, que llegaron tiempos de bonanza. No es nuevo ni exclusivo. Lo viví (lo de comer mucho más de lo que necesitas y convertir el exceso de comida en una reivindicación vital) en la España de los ochenta y noventa, incluso en el principio del siglo. Un día, en Asturias, acabé comiendo fabada en un chigre frente al pozo María Luisa. La sopera era tal que después de dos platos cada uno apenas había bajado un dedo. Respiramos hondo, tomamos carrerilla y nos conjuramos para trasegar el tercero. La jefa retiró la cazuela entre improperios y burlas… antes de volver con otra del mismo tamaño repleta de rape con patatas. Ni siquiera la evidencia de las barrigas que nos rodeaban y los cinturones apretados por debajo del buche justificaban la capacidad de ingesta de los vecinos de mesa. Me sentí como una cebú preñada de siameses: había más cosas moviéndose por dentro de las que correspondían.
Aquella gente tampoco comía por hambre, aunque la dilatación del estómago siempre ayuda. En este juego de apariencias que hemos tejido alrededor de la cocina, la comida es más que una necesidad vital o una fuente de placer: una exhibición de estatus.
Comemos mucho para demostrar, para demostrarnos, que estamos en condiciones de pagarlo. Podemos hacerlo y necesitamos que otros lo vean, cuantos más sean mejor. Tal vez por eso buscamos locales grandes en los que se multiplican los testigos. La hazaña ya no es tanto comer como ser visto comiendo. Instagram ayuda en esa parte, haciendo de caja de resonancia. De una forma u otra, la comida es un juguete que nos ayuda a sentirnos importantes.