El encuentro con Cristian Sage y Marcos Soto tiene mucho de emocionante. No es solo por lo que muestran en Mundo Miel sino por lo que hay detrás suyo y el espacio que lo rodea; esa suerte de campamento que han creado alrededor de una parte de sus colmenas, que llaman La Colmena Grampling. Compraron hace diez años un terreno rural en Litueche, una comuna del centro de Chile (O’Highgins), levantaron una casa, decidieron reforestar la finca con árboles nativos que devolvieran el espacio al paisaje anterior a la tala indiscriminada y las plantaciones de pino y eucalipto, un día pensaron que unas colmenas podrían reforzar la imagen del local y diez años después lo suyo es una suerte de bosque nativo y un negocio apícola que ha superado las 1200 colmenas.
La cifra apabulla más cuando visitas su pequeña factoría (miel de ulmo, miel multifloral, cera, propóleo, polen, jalea real, champú, jabón…) y te hablan de una producción anual que ronda los 20.000 kilos de miel. En el macrocosmos de la apicultura chilena, se consideran y se los ve como pequeños productores, y de hecho afrontan los retos de alguien que lo es: la continuidad en el abastecimiento de los envases, la imagen, las complicaciones comerciales, la distribución, la relación con el restaurante, que debería ser el eslabón más fuerte de la cadena y se revela entre los más débiles -o tal vez sea uno de los menos consecuentes- cuando se plantea la relación con los proveedores.
Hace quince años la miel ni siquiera era una sospecha, pero Cristian y Marcos acabaron construyendo la vida alrededor suyo. Hoy el bosque nativo y las balsas de agua que van creando en sus resquicios crecen en la finca, como lo ha hecho La Colmena Grampling, un alojamiento diferente que sale de las cabañas habituales en esta parte de Chile, tan cercana a la costa, para concretarse en grandes tiendas individuales, a modo de jaimas, que abren la puerta a un turismo diferente y una vida comunitaria que emociona. Desayunas con ellos, compartes su cocina, hurgas en sus proyectos, te contagian de sus ilusiones.
Impresiona la determinación, la alegría, la energía y la tranquilidad que transmiten. También la capacidad de transformación que pueden tener una idea y la voluntad de llevarla adelante. Es un caso cercano a los de Cecilia Vargas, Marcelo, Nano, Gabriel y los otros diez socios de la Cooperativa Caleta los Piures con los que me voy implicando a lo largo de una mañana que me deja con la vista perdida (¿A dónde mirar cuando hay tantas cosas que ver, y tantísimas que preferirías ignorar?), como embobado, con la cabeza pensando en mil cosas y en ninguna. Son catorce socios, me cuentan, que se afanan cada día entre riscos y roquedales, en medio del fragor de un mar que se muestra inmisericorde. Lo primero es pensar en como será está vida cuando lleguen los días duros del invierno, si hoy, a pleno sol y con una mañana que se antoja apacible, resulta inclemente.
Son buzos de apnea y de manguera, mariscadores de aguas bravas, algueros y algueras, que tienen sus cabañas de trabajo, sus rucos, en medio de los riscos, sobre los rompientes de las rocas y el estruendo de unas olas que complican cualquier conversación. Una de sus ocupaciones es recoger el gigantesco cochayuyo, un alga de brazos redondeados y varios metros de longitud que se sujeta a las rocas en un racimo de base casi pétrea y separan del mar arrastrándolas por los roqueríos hasta dejarlas extendidas, expuestas al sol, esperando el momento de formar hatillos que llaman muñecos. Amarrando tres tienen -todo atado con los brazos del propio cochayuyo- una maleta y se necesitan veinticinco maletas para tener una rodela. Algunas rodelas esperan junto al ruco, listas para subirlas por el sendero que escala las rocas. Hay que echarle fuerza y ganas. Arriba, una carrerilla ayudará a llevarlas al almacén. Cuando todo se da bien, consiguen 25 dólares por rodela. La cifra da vértigo.
La popularidad del cochayuyo y el ulte, la primera parte del alga, la más cercana al disco que le sirve de base, saltaba a la vista en los mercados de hace unos años y en los viejos recetarios chilenos. Hoy, su presencia se ha ido difuminando, amenazando con perderse en medio del laberinto identitario trazado por las nuevas generaciones de cocineros, del que raramente forman parte. ¿Qué fue del charquicán? ¿Dónde sobrevive el cebiche de cochayuyo? ¿Qué cocina diferencia entre el cochayuyo rojo y el negro?
Veo a Nano tejiendo hatillos, maletas y rodelas, en una rutina manual que se repite cada día que el tiempo da un resquicio, que no son tantos. En una esquina del ruco -cañas, listones de madera, lonas de tejido de rejilla negra que dejen pasar el aire para que se abstenga de arrancarlas, bancos de madera donde trabajar, unos mesones de apoyo para atender las visitas, que cada día son más- se ve un rótulo redondo y de fondo blanco en el que se lee la palabra Marero, subrayada por el lema ‘Sabores del mar’, que distingue el emprendimiento que acaban de crear. La cooperativa se ha unido a la recién creada Ruta de los Abastos, una iniciativa de turismo gastronómico que agrupa una decena de propuestas en las que coinciden el esfuerzo, la determinación y las esperanzas de productores de miel, cervezas, vinos, pescadores, agricultores o transformadores de leche que salpican la gigantesca región de O’Higgins (formalmente, Región del Libertador General Bernardo O’Higgins; en Chile gustan de títulos, formalismos y juegos de apariencias).
El mar es bravo en Pichilemu. Por aquí dicen que es la capital del surf (pronúnciese travistiendo la u por una e para dejarla como fofa y arrastrada: seerf). Debe ser cierto, porque veo surfistas rompiendo en mar a golpe de brazada, cada vez más lejos, hasta que deciden esperar la ola en sitios que escapan de la vista. Las rompientes acaban en roqueríos que se antojan imposibles. Allí trabajan los buzos de la cooperativa, buceando el cochayuyo, los locos y el piure, o rastreando la corvina o el pejesapo si el mar les deja, que desde 2010, cuando el último gran terremoto cambió la configuración de la costa, no pasan de treinta días al año. Hay mucho furtivo, incluso en estas condiciones tan contrarias, y cuando llega el verano mucho turista que quiere marisco gratis. La vigilancia es su otra gran tarea.
Un día después asisto a ConBoca, un congreso festivo -salón de actos, escenario y ponentes, junto a una feria que muestra el trabajo de los productores- en el que se dan cita los asociados de la Ruta de los Abastos, algunos productores cercanos, cocineros de la zona y la cercana Santiago, y funcionarios del sector. La palabra productor salta al aire varias veces por minuto. Da igual desde donde se lea: el productor está hoy en boca del cocinero. Todos lo citan y algunos prueban sus productos, aunque solo unos pocos, demasiado pocos, se comprometen. Les compran los productos, pero hurtan sus nombres al cliente del restaurante, dando vida a una suerte de agonía sin fin. Consiguen lo imprescindible para sobrevivir, pero sigue siendo insuficiente para prosperar.
Conozco cocineros que presumen de tener doscientos pequeños proveedores directos, pequeños productores les dicen, y nunca ha pronunciado sus nombres ante testigos. ¿Qué defensa es esa que los esconde? La prosperidad de tus proveedores empieza por abrir las puertas del mercado directo que posibilitan los clientes del restaurante. La mezquindad y la falta de conciencia son uno de las grandes lacras de la cocina de nuestro tiempo.