Congelar con prisa, descongelar despacio

La memoria del sabor

El frío mata cada año a veinte veces más personas que el fuego. Lo cuenta un estudio hecho en 2015 (The Lancet) que analizó 74 millones de muertes ocurridas en 13 países. El enemigo y por lo tanto la amenaza están menos en lo que espanta hoy al ser humano que en lo que a menudo nos fascina; vemos el hielo y la nieve con un halo amigable y cercano frente al efecto devastador que achacamos al fuego. Las víctimas por hipotermia multiplican por veinte las causadas por el fuego. Damos la vuelta al argumento cuando se trata de la cocina. Entendemos el fuego como un aliado en la batalla alimentaria, mientras tenemos la congelación como una herramienta necesaria pero enemiga de la cocina de calidad, con la excepción de la transformación que opera el nitrógeno líquido en algunos alimentos, y tengo mis dudas al respecto. Por el camino, creamos etiquetas como la del pescado ‘refrigerado’, para sortear la imagen de las especies que luego venderemos ‘frescas’ aunque hayan pasado veinte días almacenadas en hielo dentro de la bodega del barco. Debe ser que venimos maleados de fábrica.

 

Me hice adulto en un Madrid en el que las cartas de muchas casas de comidas distinguían entre la merluza fresca y la congelada. La diferencia estaba en el precio pero las elaboraciones se repetían: frita, a la plancha o en salsa verde. Los escasos comedores vascos de aquel Madrid ofrecían cogote asado, que incluía desde la boca de la merluza hasta el final del estómago, donde empezaban los lomos, lo hicieron desaparecer de la carta con el reventón del anisakis.

 

Sucedía sobre todo en las casas de comidas ilustradas, y lo más notable es que cuando se referían a merluza querían decir pescadilla. El pescado abundaba, aunque pronto nos dimos cuenta de que se empezaban a escribir los renglones casi definitivos del agotamiento del mar, el anisakis era un elemento extraño y devorábamos todo lo que creciera o nadara en los mares en una orgía que se antojaba infinita.

 

La merluza daba mucho de sí. Los alevines pasaban a ser pijotas, se freían y hacían furor en los bares, y a las de ración les decían cariocas. Venían a ser del tamaño de la que en Chile llaman ‘merluza vietnamita’ -ironía: el país que llena de merluza negra las pescaderías españolas no la prueba, toda vuela lejos- y en algunos sitios se freían en forma de rosca. Pijotas y cariocas eran tan baratas y abundantes que estaban en los bares y las casas, y las comimos tanto que dejamos de asegurar la reproducción. Luego estaba la pescadilla, que disfrazábamos de merluza, y la merluza real, grande, con la piel plateada oscura cubierta de brillos y escamas.

 

Se congelaba mucho entonces. Especialmente las piezas destinadas al gran público, que transitaba ya el descabellado camino que nos llevó de la pescadería del barrio al arcón del pasillo de los congelados en la gran superficie. El pescado congelado no gozaba de especial predicamento, pero era más barato y ante todo socorrido: se entendía como un símbolo de bienestar, aunque fuéramos conscientes de que el fresco fuera objetivamente mejor. Algo después llegaría el tiempo de los abatidores, la congelación criogénica, el nitrógeno líquido y más recientemente la congelación isocórica, y las cosas empezaron a cambiar. Sobre todo porque la alta cocina trastocó la miradas que nos ayudaban a ver la cocina, y empezó a buscar explicaciones y esbozar respuestas a muchas de las preguntas que nos acompañaban en la mesa.

 

Tracé la primera interrogante cuando conocí la almadraba de Barbate, donde se capturaba el gigantesco atún rojo. Frente al copo, que entonces se levantaba a mano, amontonando los atunes en el fondo para subirlos a bordo con el bichero, había ocho congeladores japoneses que se llevaron la mayoría de las capturas, salvo la cabeza, lo que dejaba a salvo el morrillo. El atún reaparecía, todavía descongelándose, alineado sobre el suelo de la sala de subastas del mercado de Tsujiki, en Tokio. Cuando empezamos a consumirlo en España, lo traían todavía congelado desde Japón. A cambio, cuando visité la fábrica de El Rey de Oros, que marcaba entonces el ritmo de la conserva de lujo, encontré descongelándose media docena de atunes del golfo de México; secuelas del éxito del atún rojo en japón.

 

Aquel año (debió ser por el 90) se pescaron 18.000 toneladas de atún rojo; veinticinco años después se permitieron 300 y cambió la perspectiva: desparecieron los congeladores japoneses, empezó a aparecer fresco en algunos mercados y el sabor no era el mismo. Se echaba de menos la pérdida de líquidos, y con ella la concentración de sabor que se operaba en el descongelado. El atún descongelado mostraba matices, calidades y argumentos que multiplicaban las prestaciones.

 

Casi de un día para otro, entendimos que los daños a la calidad del pescado no estaban tanto en congelar y descongelar sino en la forma de hacerlo. Santi Santamaría me dio la primera lección una noche, frente a la cocina del Racó de Can Fabes, cuando mandó congelar las cigalas recién compradas en una visita a la lonja, después de apartar unas cuantas. que quedarían en la cámara para el servicio de la cena. Cuando pregunté me explicó que en el servicio del mediodía siguiente estarían mejor recién descongeladas que dejadas hasta la mañana siguiente en el frigorífico. Todo dependía de como congelar y, más aún, de la forma de descongelar.

 

Los abatidores se habían convertido en piezas fundamentales en las cocinas más avanzadas y no era extraño encontrar al equipo despiezando los pescados recién llegados. Cuando eran grandes, se porcionaban, se embolsaban y se pasaban al abatidor. El pescado grande, me enseñaron algunos cocineros, agradecía el proceso: ganaban sabor y textura, como aquellos atunes rojos.

 

Cuando llegué a Perú viví un extraño déjà vu en el tiempo del pescado. Reviví la orgía de consumo, el todo vale, y el estigma que acompañaba a la congelación. Las críticas a un cocinero empezaban cuando era acusado de usar pescado congelado. Importaba más que el uso y abuso de glutamato monosódico, tan habitual entonces, hoy desterrado de algunas cocinas; no tantas. Hoy, la congelación empieza a responder a una necesidad. La merma en las capturas y las dificultades para conseguir productos de primera calidad impulsan la congelación. Cuando de hace bien –congelar muy deprisa, descongelar muy despacio-, no afecta a la calidad. Cuando se congela amontonando pescado en el arcón de casa, como vi en algunas cocinas limeñas con pretensiones, en la primera visita a Paloquemao en Bogotá, o en el esperpéntico mercado de pescado de Guayaquil, siguen los problemas.

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