Dejen el puré (y las cremas) en paz

La memoria del sabor

El puré de patatas que preparaba Hilario Arbelaitz en Zuberoa y que a veces servía con sus manitas de cerdo era prodigioso. Nada que sintonizara con mis raíces, aunque es posible que enganchara con las suyas, y que apenas tenía misterio: patatas cocidas, aceite de oliva virgen extra, dos o tres yemas de huevo al emulsionar la mezcla y sal gruesa, para que hubiera algún crujido en la boca. Lo he comido, con manitas y sin ellas, cada vez que me he sentado en alguna de sus mesas, creo que sin excepción. Volví a tomarlo con Sacha Hormaechea en octubre del 20, en la última comida que hice allí, en un descanso de aquel San Sebastián Gastronomika semi virtual del año de la pandemia.

 

El de Zuberoa era un puré de casa acomodada, y puede que el encantamiento naciera porque no tenía nada que ver con mis recuerdos: me crie con el puré de escamas engordado en el plato con unos dados de pan frito: hidrato de carbono al cuadrado, un socorrido llena panzas de la época. Lo que más me fascinó fueron su simpleza y sus prestaciones: el destierro de los sabores lácteos a manos del manto protector del aceite de oliva virgen extra, y luego la cremosa suavidad añadida por las yemas de huevo. A cambio, recibí con indiferencia la crema de coliflor con caviar (salvaje; nada que ver) y debió resultar tan evidente que nunca volvió a mi mesa.

 

Siempre me fascinó aquel puré; casi tanto como me repelían los otros. Nunca fui partidario de los purés o de las cremas. Las marcadas notas lácteas, la densa y cargante untuosidad de la nata, cuando la había, la transmutación de los sabores, generalmente usada para travestir los productos más humildes o para ocultar sabores equívocos, habituales en la antigüedad culinaria (resultado del faisandage de la caza y otras lindezas al uso…), como hacían aquellos purés de manzana que llegaban con corzos o jabalíes, y siguen haciéndolo, aunque hoy sean de granja y sepan más a pienso que al monte en el que debieron vivir.

 

El desarrollo de la cocina trajo ideas nuevas y poco a poco fue desterrando cremas y purés, dejándolos para los feudos del clasicismo. El aceite de oliva llegaba a la alta cocina para ocupar el lugar de la mantequilla -se atrevió Ferran Adrià y lo concretó en El Bulli– y la cocina se embarcó en la cruzada del producto, que consistía en rescatarlo del olvido y de la homogeneización de la despensa, y hacerlo visible en la mesa. Triturarlo y alterar su sabor añadiendo leche, incluso agua, cambiaba su naturaleza. Las cocinas buscaban la máxima naturalidad del producto y puestos a cambiar texturas, la obsesión pasó al bando de los aires y las espumas.

 

En eso me encontraron los hilos de la nueva cocina vasca y lo que vino después, que de alguna manera acabó subvirtiendo la cocina de temporada, llamada por un tiempo cocina de mercado. “Si en Chile hay guisantes buenísimos cuando aquí ha acabado la temporada ¿por qué no utilizarlos?”, dijo un ilustre cocinero, y el mundo de la cocina empezó a ser parte activa del calentamiento global. Luego llegó el kilómetro cero para cambiar el punto de mira y seguir poniendo en duda la cordura.

 

Y en eso estaba cuando llegué a Perú. Mis primeros viajes estuvieron marcados por la sorpresa; llegaba a un mundo lejano en el espacio y el tiempo culinarios. El ceviche, los tiraditos, la peculiar textura de los pescados del Pacífico, los langostinos rajados al medio, la impresionante naturaleza del cuy, la variedad de texturas y sabores en las papas, la múltiple novedad del tubérculo andino, las hierbas del Amazonas, la cocina chifa que no pasaba de ser china casera, la escala de picores y aromas del ají, la singularidad del huacatay, el glutamato monosódico colonizando platos y cocinas, los vínculos con las preparaciones mediterráneas… y los purés.

 

El puré era el recurso de moda en las cocinas que se proponían mostrar un discurso que por entonces hacía diferencias. Empezaba a hablarse tímidamente del productor, pero sobre todo se levantaba la bandera del producto. Nunca había conocido un país que presumiera de una de las mayores biodiversidades del planeta, en el camino para encumbrar su despensa y sus raíces alimentarias. Todavía me resulta sobrecogedor, aunque la mayor parte de esa biodiversidad siga sin acercarse a la mesa de los restaurantes o los mercados de Lima.

 

Era un paisaje apabullante en el que destacaban dos grupos de cocineros. Por un lado, los guardianes del recetario tradicional, figuras que ya son parte de la historia como Pedro Solari, Teresa Izquierdo, Humberto Sato o Javier Wong (el único que sigue vivo, aunque ya cerró su restaurante). Toshiro Konishi ejercía de bisagra, más del lado de los jóvenes que otra cosa, y estaba la nueva generación con dos referentes ya consagrados –Gastón Acurio y Rafael Osterling– y un nutrido puñado de aspirantes con ganas que empezaban a forjar ideas. Había muchas cosas nuevas y narraciones que con el tiempo se irían transformando en historias.

 

Y se repetían las sorpresas. Entre las mayores, el protagonismo del puré en las cocinas emergentes y algunas de las antiguas; más que una preparación parecía un recurso. Los acompañantes jugaban un papel importante en la cocina de ensamblaje de la época: un producto principal y dos o tres contornos dándoles respaldo. El pallar -suerte de frijol aplanado y de gran tamaño- era y es un producto distintivo de esta cocina, pero pocas veces lo encontraba entero en el plato, siempre transformado en puré. Pronto entendí que el puré era un recurso que ahorraba trabajo. En lugar de hervir con cuidado unos pallares o unos frijoles, con el caldo cubriéndolos durante toda la cocción para evitar que el contacto con el aire rompiera la piel, y evitando remover el guiso con cucharas para no romper el grano, se cocinaban al descuido y después se trituraban.

 

Con el tiempo y los viajes vi que era un exceso común a las cocinas latinoamericanas, que empezaban a encontrarse y construirse, a menudo a base de purés, mayonesas de colores presentadas como “salsas de”, y sobre todo cremas. Por suerte, las espumas tardaron en llegar y no tuvieron predicamento. Acabaron cambiando los purés por cremas: más ligeras, más baratas, también uniformadoras de texturas, también restando naturalidad al plato. En eso, nuestras cocinas sintonizaron rápidamente con las nuevas tendencias de la alta cocina europea y su cruzada por la recuperación del clasicismo decimonónico: el ponga una crema en su mesa pasó a ser epidemia.

 

Es un contrasentido en el que pocos se han parado a pensar. Precisamente cuando las cocinas se afanan por descubrir, recuperar y poner en valor sus raíces, siempre a través de las particularidades de su despensa, el puré representa el camino contrario: el recorrido fácil, el argumento para dar la espalda al sabor natural del producto trastocándolo con el añadido de agua o lácteos, de paso faltar el respeto al producto ocultando la esencia de naturaleza, faltar el respeto al cliente alejándole del encuentro con el sabor pleno y sobre todo la textura del producto. Exige trabajo, pero de eso se trata ¿o no? Casi cada vez que me llega un puré a la mesa, me viene a la cabeza el helado de papa que me sirvió en Madrid un cocinero momentáneamente emergente -hubo muchos desaparecidos en aquel combate-: un puré, esta vez helado, que sabía a leche, a clara de huevo, un aire de vainilla… Otra vez el puré como argumento para disfrazar falencias.

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