Andoni Luis Aduriz se estrena en esta tribuna abierta a las reflexiones y opiniones de todos los profesionales del sector
«Los hombres no tienen miedo de las cosas, sino de cómo las ven», decía Epicteto hace dos mil años, remarcando unas penumbras que nunca han dejado de acompañar al ser humano. No sé a ustedes, pero a mí, junto a la destreza analítica derivada del autoconocimiento, lo que más me maravilla del estoicismo es su capacidad de ejercitar el desapasionamiento.
No guiarse por las apariencias era uno de sus principios, en una época en la que no se vislumbraba un futuro como el nuestro, con una tecnología capaz de generar un contenido digital tan convincente que sería difícil distinguirlo del real. Filosofar es esto: examinar y afinar los criterios, proclamaba el pensador griego.
Los beneficios de estar informado son muy positivos, pues ello nos permite tomar decisiones saludables, evitar emitir opiniones sobre temas que no dominamos y acertar en nuestras elecciones, ya sea para escoger un destino vacacional, un vehículo o una botella de vino.
Hace unas semanas, un foodie se hizo eco en su cuenta de una red social de unas declaraciones mías en las que afirmaba que el comensal tiene la responsabilidad de saber qué tipo de cocina ofrece el restaurante en el que va a formalizar su reserva. Sencillamente porque si no lo hace y luego no es de su agrado, la responsabilidad es suya. Es fácil aceptar esto, considerando que si adquieres un producto en un lineal sin leer la etiqueta, puedes terminar en casa con jabón de lavadora en lugar de cereales para el desayuno.
Esta persona, por el contrario, consideraba que mis palabras arremetían contra el derecho de los usuarios de ir donde les apetezca y con la información que les plazca, al margen de poder protestar de cuanto quieran si lo consideran pertinente.
El fundamento de su reflexión se sostenía en la idea de que cualquiera puede enfrentarse a un libro, una película o una obra artística sin conocer nada antes sobre ellos y quejarse libremente, puesto que los compradores son los que dan de comer a los autores.
A raíz de esto, deducía que «es más importante probar que informarse» y planteaba la duda: ¿Todos los que se quejan son gentes desinformadas? Considerando que para encajar esta última pregunta en el razonamiento inicial hay que hacer una cabriola que ni Toni Bou sobre su moto de trial, y que aceptar el planteamiento de que probar es más importante que informarse puede tener consecuencias inesperadas, en particular en la intimidad, me gustaría responder con otra pregunta: ¿En qué punto de mi afirmación se indica que una queja lícita es inadecuada?
Mi declaración no decía nada de eso. En esencia, iba en la dirección de alentar al público a buscar datos de cara a tomar la decisión más acertada, en un momento en el que casi cualquier información está ampliamente disponible a través de las diversas herramientas digitales.
El acceso a una información veraz suele llevar a soluciones más completas y eficaces, lejos de las expectativas poco realistas. Por supuesto que tener ideas propias es crucial en cualquier contexto, o que en ocasiones apetece enfrentarse a una experiencia o trabajo sin referencias, pero eso no elimina la responsabilización que ello conlleva. Sobre todo para no acabar bajándote de un avión con ropa de verano en el aeropuerto de Svalbard Longyear, el más septentrional del mundo, o sentado a la mesa de un restaurante de cocina estilo Sichuan sin que te guste el picante.
Someter lo que se conoce al enriquecimiento de las perspectivas disponibles conduce a decisiones más alineadas con las necesidades y preferencias individuales, dado que el éxito de una experiencia o transacción depende de que ambas partes cumplan con sus expectativas. Por lo tanto, es responsabilidad de todos estar informados sobre los términos y condiciones de la misma. Que sea una relación comercial no implica que el cliente tenga derecho a todo sin discutirse ni ponerse en tela de juicio. Esta manera de pensar, de que el que paga tiene derecho a protestar de lo que buenamente quiera, puede impulsar la creencia de que la libertad de expresión está supeditada a la retribución.
O, más grave aún, a la alegre y común afirmación de que como lo he pagado puedo hacer con ello lo que quiera, abriendo la puerta a la opción de que alguien que se pueda permitir adquirir una botella de Château d’Yquem para tirarla por el fregadero o hacerse con un códice del siglo XIV para encender la chimenea parezca legítimo. Por algo existen los términos corpus mysticum y corpus mechanicum, para deslindar la creación intelectual del soporte físico que le da forma.
Nunca enriquecer la comprensión y fortalecer el conocimiento ha sido algo nocivo, más bien evita decepciones innecesarias. Son las actitudes que desestiman la expansión de la comprensión y reducen cualquier opinión a un simple «me gusta» o «no me gusta» las que limitan la capacidad de expresar matices y complejidad, a la vez que fomentan la polarización y el enfrentamiento. Lo aclaró de forma contundente Isaac Asimov cuando dijo aquello de que no vale lo mismo la opinión de un ignorante que la de un sabio, ni la de un hombre sin experiencia que la de uno que ha vivido.
A buen entendedor, sobran palabras.