La fusión culinaria es tan antigua como la propia cocina, y Madrid Fusión lo recuerda cada año.
Aquella sopa con pan desmigado, carne de cordero y verduras, como la tradujo la guía que nos acompañaba, me llamó la atención y decidí pedirla. Era un restaurante árabe en un lateral de lo que parecía la plaza mayor del distrito musulmán de Xian. A un lado de la ciudad crecida alrededor de las figuras de terracota de los ejércitos llamados a revivir y devolver el poder al disque emperador Quin Shu Huang, florecía un antiguo barrio musulmán, rodeado de una majestuosa muralla de varios metros de ancho, y adornado con la mezquita más increíble y de aire más sugestivamente budista que he visto nunca. Muchos musulmanes llegaron siguiendo la ruta de la seda y decidieron quedarse, seguramente para alimentar la propia ruta comercial.
El pan de la sopa era ácimo y lo debido era desmigarlo sobre un cuenco hasta entonces vacío que marchaba a continuación a la cocina, de donde volvía diez minutos después empapado en caldo y adornado con un guiso de cordero y verduras. El resultado era ante todo denso, saciante, casero, primigenio y exhibía aires muy familiares. Tenía más aspecto de gazpacho manchego que de otra cosa. ¿Cómo pudo llegar hasta aquí un gazpacho manchego? O más allá del nombre, ¿el gazpacho manchego es realmente originario de La Mancha? ¿Pudo ser llevado hasta allí por la misma gente que luego, o a lo mejor antes, lo trasladó a este rincón de China? ¿O fue al revés? ¿Cuándo fue eso? ¿Quiénes lo hicieron?
La respuesta estaba en la llamada ruta de la seda. Un canal de comercio que acabó comunicando el ya entonces gigante asiático con el sur de Europa, Asia y norte de África mediante. A través suyo llegaron productos, usos y costumbres, a menudo relacionadas con la alimentación, la despensa y las formas de trabajarla. El plato había viajado, seguramente a lomos de un camello, para quedarse a lo largo del camino, en versiones más o menos cercanas, y en alguna parada del trayecto sobrevivió al paso del tiempo, el desprecio de alguna nueva generación o el trabajo en la cocina. Una de esas paradas, quien sabe si la última, fue en Xian. Otra, en las cocinas castellanas o las de algún reino de taifas del levante español. Un producto más de la fusión culinaria.
La cocina nunca se detuvo. Jamás ha dejado de evolucionar, mezclarse, avanzar, engordar a golpe de influencias y nuevas ideas, y mirar al futuro. Nunca ha sido una disciplina estática. No conozco ningún plato, ninguna preparación que se siga comiendo igual que se hacía hace dos mil años, ni siquiera trescientos. Tampoco esos vinos llamados naturales, tan nuevos aunque se pregonen antiguos. Un día me tocó almorzar en un restaurante de la plaza principal de Xian y cuarenta días después me emborrizaba en un plato parecido, preparado en lo alto de la sierra que separa Albacete de Alicante. ¿Quién fue el primero? Importa menos saber eso que entender los trayectos que lo trasladaron al otro lado del mundo conocido.
Lo vemos cada día en algunos congresos gastronómicos. Cocineros mostrando avances, invenciones o sorpresas que resultan ser cotidianas en el otro lado del planeta. Pasé los primeros doce años de Madrid Fusión encaramado al escenario, presentando la mitad de los ponentes (Juan Manuel Bellver se ocupaba del resto) que mostraban las quimeras del momento. A veces eran creaciones que rompían barreras o abrían caminos, en ocasiones llegaron versiones que ponían en valor un producto o una técnica, y también hubo algunas anécdotas que no aportaron nada, pero todas mostraban lo mismo: vivíamos un tiempo en el que las ideas y las prácticas iban y venían a una velocidad increíble, como nunca lo habían hecho, y daban la vuelta al mundo en cuestión de segundos: internet hizo más por la uniformización de las cocinas de lo que nadie imaginaba.
Hoy aparecía la primera sferificación en El Bulli y dos meses después la encontrabas en un menú para turistas servido en Shangai. Un día tomabas un pastel de láminas de leche en Mumbai y tres semanas después todos hablaban de leche texturizada. Todo se creaba, crecía y moría más deprisa que nunca en la historia. Lo que antes podía demorarse doscientos o trescientos años en permear las cocinas se concretaba hoy en un visto y no vito. Los congresos –Madrid Fusión, San Sebastián Gastronomika antes que nadie, Omnivore…- aceleraban los ritmos de la fusión. Unas veces era lo nuevo, lo desconocido, otras lo que la distancia convertía en exótico y extraño: todo se mostraba, se difundía, se deglutía y se analizaba. El resultado podía romperte la cabeza, resultar en una miriada de imitaciones o una preparación que desprendía ese aroma rancio que también en la cocina precede a la llegada de la polillas. Y cada caso resultaba fascinante.
Las cocinas se mezclan, se absorben, avanzan, se desarrollan, se muestran, cambian, se dejan influir y se fusionan desde que el hombre aprendió a llevar el fuego en el bolsillo y tuvo la ocurrencia de cocinar para ahorrar horas masticando y, ya que estaba, mejorar el sabor de lo que comía. En eso se le fueron decenas de miles de años. La fusión culinaria es tan antigua como la propia cocina. Durante mucho tiempo fue permanente y muy lenta, desde anteayer se concreta a una velocidad cercana a la inmediatez.
Madrid Fusión tuvo mucho que ver con eso y todo indica que seguirá teniéndolo. Seis escenarios diferentes y más de 200 ponentes nos esperan a partir de mañana y a lo largo de dos días y medio, proponiendo un cúmulo de información y una plataforma de intercambio de ideas como nunca se había visto. También se transmite una parte por internet lo que ayudará a permear cocinas y mercados. Las ideas están hoy al alcance de la mano. Tanto, que las cámaras que grababan todas las ponencias de los primeros años y la multitud que fotografiaba cada nuevo plato parecen historias de la antiguedad.
Aquellos primeros años tenían algo mágico e iniciático. Entendimos entonces que las propuestas más creativas nacían con la fecha de caducidad marcada en la cabecera del escandallo: nacían, crecían, maduraban y morían a veces en menos tiempo de lo que se enunciaban. Fue otro tiempo, eran otras cocinas, que, quién lo iba a decir, pasaron a ser minoritarias. Vimos tránsitos que apenas necesitaros pocos años para cubrir el recorrido completo –nacer, crecer y ser olvidadas– y otros que siguen firmes una generación después.
Vimos el final de unas sagas culinarias y el nacimiento de otras: han sido capaces de reinventarse al punto de antojarse infinitas, pero acabarán cumpliendo la ley última. Mucho más en un tiempo en el que algunas cocinas, cumplen las leyes de la inmediatez que marcaron el furor creativo que entronizó las cocinas más destacadas del cambio de siglo (con permiso de la resurrección del solomillo Wellington) y que algunos llamaron cocina tecno emocional. Un nombre frío, triste y desalmado para definir un tiempo y un proceso más hermosos de lo que muchos quieren o saben ver.
Lo mejor de Madrid Fusión es que su misma existencia demuestra que todavía quedan nombres propios que merece la pena conocer en un tiempo con más cover culinario que ideas originales, lo que sirve de ayuda para que algunas figuras, no solo viejas, puedan seguir aferradas al uniforme. También las hay que siguen abonadas al compromiso con la imaginación y el descoloque.
Pueden gustarte más o menos, tal vez sintonicen en mayor o menor medida con lo tuyo, que son tus gustos y siempre mandan, pero mantienen el rescoldo que prendió en los noventa el fuego de las viejas vanguardias culinarias.