Llegué a Lima con un plato sopero y una cuchara en la maleta. Pura querencia; me acompañaban desde que era un niño. La mesa familiar, mi cocina y algunos de los momentos más emocionantes de mi vida culinaria venían asociados a estos dos elementos vitales. Sin cuencos, lebrillos y cucharas, nada hubiera sido igual.
Los platos eran hondos y profundos hasta que los aplanó el tenedor, que es un invento reciente. Comimos en ellos y con ellos lo que guisábamos: somos hijos del puchero, la olla, la marmita, la cazuela y el perol. Primero acogieron guisos densos, trabados, saciantes, que fueron dejando asomar el caldo y permitieron diferenciar sus integrantes conforme pasaron a cocinas con posibles y se fueron sofisticando. Es una de las caras del ciclo natural de las cocinas. Hay otras, pero esta, la de los gozos cotidianos asociados a la subsistencia me parece la más potente; tanto, que queda anclada para siempre en la memoria.
La alta cocina transformó el guiso en fantasía. Metió el cocido en un cubo de pan, deconstruyó la sopa de ajo, resumió el marmitako en una radiografía, esferificó los caldos, ignoró la olleta de músico, se olvidó de las patatas en salsa verde, despreció la porrusalda y extinguió las lentejas viudas o las patatas con chorizo. Los recuerdos de la cocina pobre que es la esencia de todas las cocinas populares solo servían, cuando servían, para llegar al comensal metidos directamente en una cuchara. Un aperitivo que no pasaba de ser una promesa incumplida ¿Hay mayor muestra de desprecio hacia un guiso que reducir el servicio a la mitad de un bocado?
Para cuando me di a la fuga de las cocinas castellanas se anunciaban tiempos extraños para el guiso. El plato hondo y la cuchara se hicieron fuertes en el restaurante medio, el comedor de cada día, las casas de comidas y alguna rareza cosmopolita. Eso fue poco antes de que la gentrificación y los fondos de inversión devoraran tascas, comedores medios y casas de comidas para deglutirlas y descargarlas luego en forma de tópicos culinarios.
Desde que vine a Lima, una generación de jóvenes cocineros españoles han vuelto la mirada hacia al puchero y el plato hondo. Cambiaron los de Duralex, de diario en tantas casas, o el peltre de tantas otras cocinas, por la vajilla fina aunque fuera solo blanca y el diseño ilustrado, pero es un hecho: el guiso vuelve al otro lado del Atlántico en un tiempo en el que lo más nuevo que pueden ofrecer muchas cocinas es la recuperación de lo viejo. Siempre estuvo en Lera y en viejos comedores que se fueron extinguiendo, y vuelve en alguno de los comedores jóvenes que apuntan; también en esas cocinas de fondo de inversión, de las que siempre saca alguna revista para quedar bien con los que mueven la sartén del dinero, y con él el de las agencias de comunicación.
Nada más llegar, me acerqué a Trujillo y descubrí el shambar, un guiso que lo pruebes donde lo pruebes se te queda prendido en la cabeza, y deja el estómago con síndrome de abstinencia. No es un guiso de fiesta sino de lunes, como lo era el cocido en tantas casas madrileñas: un puchero puesto al fuego lento durante horas, como olvidado en un fogón de la encimera, dejando que se haga solo mientras concentras esfuerzos en recuperar la casa de los estragos del fin de semana. El mío tenía garbanzos, trigo morón y unos pocos frijoles blancos, además de chicharrón picado, canchita crujiente, unas ramas de hierbabuena y piel de cerdo, sucedáneo inevitable del tocino, fresco o salado, en una tierra en la que el chicharrón les cierra el paso en la carnicería. Luego los he visto con lentejones y con habas secas; encontré algún shambar más, pero eran muy pocos.
Lo encontré en un comedor privado de Trujillo, hacia el norte del país, donde es guiso convencional de cada lunes y lo volví a tomar en comedores especializados de barrios populares de El Callao: pegado a Lima, casi pared con pared, y sin embargo tan diferente, una ciudad que resume todos los tiempos culinarios, incluidos los de un tiempo en el que siempre hubo comedores asociados al guiso.
En el viejo AlmaZen, encontré la versión más elemental del locro, seguramente el guiso más ancestral del Perú, que es también la más elemental: solo vegetal, trabajado con papa y zapallo que se deshacen en la olla dando un guiso trabado, denso y primigenio. Fue al mismo tiempo un espejismo: desapareció de las cartas, incluida la del restaurante cuando se mudó a la otra acera de la misma calle y cambio los guisos tradicionales por burritos, las cremas y ensaladas de unas y otras hechuras.
Echo de menos aquellos locros como extraño otros que nunca he llegado a probar, de los que apenas me cuentan en libros como el Diccionario de Gastronomía Peruana Tradicional de Sergio Zapata Acha, editado por la Universidad de San Martín de Porres (una de las obras más recomendables para conocer la gastronomía peruana de verdad), y de los que no me hablan las cartas de los restaurantes, como el locro con charqui, el que lleva queso, el de carne de vaca, de gallina, de patitas, de pecho, de queso, de zapallo o el de viernes, con pescados. Algunos restaurantes recuperaron las cucharas cuando reactivaron el minestrone de los migrantes italianos para la vida, pero dieron la espalda a lo suyo. La cocina humilde, la que fue casi de cada día, no vende en las mesas del nuevo y el viejo rico.
Tal vez por eso se nos fueron lo chupes. Siempre queda el de camarones, que ahora están en veda y ha desaparecido temporalmente de las cartas. En Arequipa tienen dos o tres cientos de alternativas para remediarlo, pero el universo del chupe -el guiso real, el ancestral chupi quechua, que viene a identificar el plato común, el guiso nacional de los peruanos- se despidió hace mucho tiempo del restaurante de bien. Demasiado pobre para las cocinas de la grandeza. Olvidaron que una cocina nunca llega a prosperar si olvida sus sabores cotidianos.
Héctor Solís nos lo recuerda alguna vez con un chupín, un sudado de caldo denso, sabroso y consistente o un chupe de rocoto relleno, pero son excepciones. Todavía están conmigo la cuchara sopera y el plato hondo que me traje hace quince años, pero se quedaron para la intimidad de mi casa, arrinconados para los días del chup chup de la cazuela. Hablo de cosas de anteayer, de cosas que he vivido hasta que veinte años atrás decidimos cambiar las cocinas, de lo que hubo antes de la epidemia del bao, el tartar, el tiradito, el taco y la hamburguesa. No hace nada de aquello, pero a veces me siento terriblemente anciano, como de un tiempo en el que el Mar Muerto solo estaba Enfermo.