Luces, rutinas y sombras en la crisis de Ecuador

La memoria del sabor

La crisis encuentra a los restaurantes de Quito en el proceso de consolidar el crecimiento de los últimos años.

La vida sigue en El Juncal. Es una de las dos comunidades de origen afro del país y el fútbol manda; es la cuna de la columna vertebral del fútbol ecuatoriano. El estadio, financiado por los profesionales locales, destaca en un paisaje urbano marcado por la humildad. Además del fútbol están el trabajo en el campo y la carretera que atraviesa el valle del Chota y lleva desde Quito a la frontera de Colombia. Es la principal ruta de transporte transfronteriza y a su paso por El Juncal se encuentra con Don Barón.

Pocas cosas han cambiado en Don Barón durante la última semana. La misma cocina y las rutinas de siempre: prender el fuego pasadas las cinco de la tarde, dejar que se formen las brasas mientras se alista el servicio y empezarlo ya cumplidas las siete hasta que se apaga la demanda, entrada la madrugada. El toque de queda no ha alterado la vida de Don Barón, como no lo ha hecho con la otra docena de establecimientos que atienden al viajero, sobre todo camioneros.

Las mismas carnes escuetas pasadas por la parrilla, el mismo guandul (frijol) cariuchado, idéntico tazón de sopa de menudencias obsequiado a cada comensal… Sonia Espinoza sigue al frente de un negocio que tampoco se detuvo durante la pandemia. El trabajo en el campo es la ocupación mayoritaria de los 2400 habitantes de El Juncal, y la agricultura y el ganado no saben de giros políticos, conflictos internos o guerras declaradas.

La cocina tampoco sabe de disputas, batallas o estrategias políticas o administrativas: vive el día que toca vivir y se adapta a lo que corresponde. El control de la ruta ha traído un aumento de la presencia de fuerzas armadas y policiales y cambió algún horario, pero la vida sigue.

El mundo acaba de descubrir que Ecuador libra una guerra contra el narcotráfico. Vista desde lejos, la crisis que vive tiene tintes estremecedores. Vista de cerca, el martes pasado también se hizo impactante y desencadenó la inquietud del ciudadano hasta cotas nunca vividas. La convivencia con el narcotráfico no es ni reciente ni novedosa, pero la declaración formal del conflicto armado interno, la salida del ejército a la calle, la toma de prisiones, las incursiones en dos medios de comunicación y el toque de queda pusieron de relieve la batalla real, que ahora se libra por la supervivencia del Estado, una lucha en la que antes se prefería no pensar.

Tampoco hay cambios en el modesto asador de Irene Grefan junto a la pista que va de Tena a la Laguna Azul, en la Amazonía. Tiene seis pozas en las que cría cachamas (Piaractus brachypomus) a base de frutas y las asa enteras los fines de semana. Es poco más que una parrilla asomada a la carretera y dos mesas largas junto a una de las pozas, pero da para un buen vivir. Su público es local y por el momento no parece menguar.

Las barcas siguen saliendo a pescar langostino a mitad de la noche desde la playa de San Jacinto, en la costa de Manabí, como sucede hasta Guayas y más abajo. Cada día salen menos horas, para cerrar espacio a los piratas que les asaltan para quitarles el motor y los instrumentos de navegación, dejándolos a la deriva si no se llevan también la barca… El toque de queda lo pasan faenando y para cuando vuelven, recién amanecido, ya no hay restricciones. Venden una parte en los comederos instalados sobre la propia playa y el resto a los intermediarios que derivan una parte hacia las congeladoras que trabajan para España.

Estamos en enero y en parte del país es mes de vacaciones, pero la incertidumbre manda: hay menos gente. La inseguridad flota en el ambiente desde el terremoto que sacudió esta parte de la costa en 2016 y tiró casi todo abajo. También pesa la cercanía del puerto de Manta, hora y media hacia el sur, uno de los tres puntos neurálgicos de salida de la cocaína hacia el mundo.

Seleny Bermúdez no ha tenido tiempo para testear las consecuencias en su negocio. Abre fines de semana, de vienes a domingo, y este es el primero. Seleny es un restaurante campestre, humilde y familiar, al que se va con reserva y el menú ya pagado. Está a las afueras de San Vicente, en la carretera que lleva a Chone, cuna de Los Choneros, una de las bandas más fuertes del conflicto.

La delincuencia no es nueva en esta tierra pero la cocina vive por encima de todo. Seleny piensa que en este fin de semana habrá bajas. Es el primero del toque de queda, pero de alguna manera extraña estas cosas son parte de la normalidad. Como lo es el cercano aeropuerto de Bahía, cerrado por Correa, pero en el que cada tarde, me cuenta mi taxista de confianza, se escucha aterrizar y despegar avionetas.

Las cosas son muy diferentes en Quito y Guayaquil. Explicar la situación de la gran ciudad de la costa exige demasiado espacio; queda para otra columna. La crisis le llega a la capital en un momento decisivo para sus cocinas, justo en pleno proceso de consolidación del despertar culinario arrancado ocho años atrás. Quitu y Nuema son lo que son y cada vez participan menos de la normalidad. Están ahí, con una cocina a veces lograda y otras no tanto, concebida para un público que por lo general viene de lejos. Alrededor suyo prosperó una generación de restaurantes con más ganas que cocina, que no pasarán a la historia.

El conflicto desatado esta semana afecta sobre todo a la generación de la normalidad, la que está llamada a llevar el cambio culinario al gran público quiteño. Marcando el Camino, el restaurante de Santiago Cueva, fue un adelantado en ese terreno y rompió unos cuantos tabúes: redujo las raciones, rompió con la servidumbre del arroz y el maíz como hilos conductores de cada comida, normalizó una cocina a menudo sin adscripciones… D La Calle, un mixto de cocina callejera asiática que con el tiempo ha derivado en restaurante fórmula, también aportó un soplo de aire fresco Tras la pandemia se unió La Ñora, desde una perspectiva más local: guisos tradicionales bien hechos, a precios contenidos, servidos en un jardín de La Floresta.

Al calor de ese movimiento han ido floreciendo propuestas en los barrios, como el de Las Casas, donde se concreta un interesante movimiento, con muchas iniciativas, una de mérito, como es Shibumi, y alguna interesante, como Plural, sunque la ansiedad con la que abre nuevos frentes dispersa tanto su trabajo que se le difumina el horizonte.

Junto a ellos, hay dos referencias que parecen venir a cambiar cosas. Por un lado, Kriollo por Ikaro, el restaurante de Carolina Sánchez e Iñaki Murúa, filial de Ikaro en Logroño -acaban de desembarcar en Quito con toda su plantilla para un pop up que tiene previsto durar dos meses-, en un plano intermedio entre la élite y las propuestas medias, y por otro Clara, el restaurante de cercanía recién abierto por Felipe Salas (Bahn Mi), Ángel Sousa, And Lobato y Camila Avellán. Sus propósitos son claros, aunque apenas han tenido tiempo para mostrarse. El toque de queda -de 23 a 5- les llega una semana después de abrir y la noche era su horario más fuerte. En realidad, les hace daño a todos. Las distancias son grandes y para garantizar qu su plantilla esté en casa antes de las 23 tienen que cerrar antes de las 21.30. El servicio de noche está prácticamente muerto en estos primeros días. Algunos intentar recuperarlo abriendo a media tarde.

Dos meses son mucho tiempo, aunque el cierre solo sea parcial. Los negocios se resienten, se habla de una nueva pandemia y se buscan ideas para esquivar las consecuencias.

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