«El festín de Babette», «Ratatouille», «Comer, beber, amar», «El cocinero de los últimos deseos», «Una receta familiar», «Como agua para chocolate»… Muchas eran, hasta ahora, las candidatas a ser consideradas mejor película gastronómica de todos los tiempos. Y todas con más que incuestionables méritos.
Pero ésta es una discusión que se ha quedado obsoleta porque, desde 2023, semejante título honorífico lo ostenta, y creo que lo va a hacer durante mucho tiempo, la extraordinaria producción francesa «A fuego lento», una doble obra maestra, tanto a nivel cinematográfico como gastronómico.
Presentada en el Festival de Cannes, lleva la firma del director vietnamita Tran Anh-Hung, el cineasta del sureste asiático más conocido a nivel internacional y responsable de títulos de culto en los circuitos de arte y ensayo de todo el mundo como «El olor de la papaya verde», «Cyclo» o la adaptación de la mítica novela de Haruki Murakami «Tokyo blues».
En dicho festival, Anh-Hung obtuvo, más que merecidamente, el premio a la Mejor Dirección y, además, el filme representa a Francia en la carrera por el Oscar a la Mejor Película Internacional, en la que compite con el español «La sociedad de la nieve».
«A fuego lento se desarrolla» en 1885 y se centra en la relación entre un apasionado irreductible de la buena mesa, Dodin Bouffant, y su cocinera y amante desde hace más de 20 años, Eugénie. Ella es la encargada de preparar los festines que regularmente degusta con un grupo de amigos y en los que, entre carrés de cordero, vol-au-vents o tartas Alaska minuciosamente elaborados ante la cámara, repasan el origen de la gastronomía moderna recordando a Antonie Carême, Auguste Escoffier o Cesar Ritz.
«Vivimos con el legado de Carême, pero con Escoffier soñamos con el futuro», afirma en un momento dado el protagonista. Quien habla por su boca es el gran responsable de la película, además del director, el asesor gastronómico de la producción, que no es otro que esa leyenda viviente llamada Pierre Gagnaire. Él se ha ocupado de que hasta el más mínimo detalle culinario sea realista, coherente y creíble. Y lo ha logrado con creces.
Sigamos con el argumento. A pesar de su aparente felicidad, Dodin (Benoît Magimel) vive atormentado porque Eugénie (Juliette Binoche) no quiere casarse con él, prefiere ser su cocinera a ser su esposa. Así que intenta una última estrategia para convencerla: por una vez, será el quien cocine para ella, preparando un pot-au-feu (esto es, un potaje a fuego lento).
Al margen de la preciosa historia de amor otoñal entre fogones, la película contiene algunos momentos irrepetibles. Veamos tres de ellos.
En una de las cenas entre amigos, mientras beben un Clos-Vougeot borgoñón y recuerdan cómo ese vino provocó una suerte de cisma en el papado de Avignon en el siglo XIV mientras era pontífice Gregorio XI, uno de ellos proclama: «Dios inventó el agua… Pero el vino lo inventó el hombre».
En otra secuencia, se dan un festín con los celebérrimos ortolans (pajaritos cantores del huerto, a día de hoy prohibidísimos) que, según la tradición, se debían comer con la cabeza tapada por una servilleta para poder chuperretear con delectación hasta el último huesecillo. Salvo error u omisión, es la primera vez que el cine muestra, en tiempo real, este tipo de ágape. Los ruidos guturales y casi prehistóricos de placer de los comensales son estremecedores.
Por último, tenemos a un personaje ficticio, el príncipe de Eurasia, que entra en escena decidido a impresionar al grupo de gourmets con un banquete inolvidable, que durará unas ocho horas. Su cocinero presenta el menú: bisque de pichón, terrina de faisán con trufa de verano, codorniz con coulis, langostinos, lenguado asado, pato a la royal, perdices a las finas hierbas, poupetin de tórtola, pollo asado con crema, gazapos, trucha a la chârtreuse, costillas de vaca a la holandesa, pecho de ternera, mollejas y pierna de cordero. Para acompañar, tres salsas y tres ensaladas.
Para beber, sherry seco de aperitivo (bien por Gagnaire). Unos blancos: Carbonieux, Langon, Mersault y Pouilly. Unos tintos: Chainette, Thorins y Saint Estephe. Y, entre los primeros y los segundos, a modo de trou normand, malvasía de Chipre y Madeira. Por supuesto, se lo comen y se lo beben todo.
He dejado para el final el ingrediente más delicioso de la película: Juliette Binoche (aunque su partenaire, Benoit Magimel, está también estupendo). La maravillosa actriz francesa, que ya había demostrado sus actitudes culinarias en Chocolat dando vida a una repostera, borda el personaje de Eugénie, en un prodigio de sensibilidad, vitalidad, inteligencia, emoción y luminosidad, que remata dejándonos una cita de San Agustín que resume perfectamente el espíritu de la cinta, “La felicidad es seguir deseando aquello que ya se tiene”.
Todos los amantes del cine y/o de la gastronomía deberían hacerse el regalo de ver esta película. Se lo agradecerán a sí mismos.