Cuando buscas sitio en la barra de El Delfín debes saber que llegas a un mundo diferente, básicamente disonante y a menudo sugestivo. Quien dice El Delfín puede decir la coctelería y taquería Dany’s, o algún otro de los puestos de comida que ocupan el espacio reservado para los productos del mar en el Mercado de San Benito. Habrá como media docena de paradas, con la encargada en alto, dominando una barra en la que los clientes comparten espacio con grandes frascos plásticos repletos de colas de camarón y mariscos cocidos y troceados. Al fondo, del lado de la puerta de la calle, manda la venta directa de pescados y mariscos. Entre ellos, pequeños cazones abiertos a lo largo, por la mitad, y asados, cuya carne se alterna con tortillas para hacer lo que llaman pan de cazón.

Lourdes manda en El Delfín y tiene las cosas claras. Lo que hoy nos corresponde es un levantamuertos: una gran copa en la que nadan una docena de ostiones en un caldo preparado con su propio jugo, limón, una salsa atomatada que recuerda al kétchup y la compañía de un aire picante. Es casi una comida entera, pero la visita irá más lejos: pulpitos en su tinta y una vinagreta de colas de camarón, pulpo troceado, cebolla, tomate y pimiento verde que llamarían cebiche en el Mercado de Mariscos de Ciudad de Panamá y otros lugares de la región. Las cocinas se repiten aunque cambien de nombre.
Nada más llegar al mercado encuentro un diminuto puesto, prácticamente una carretilla sujetando una vitrina, con un brazo auxiliar para tener la caja y un mazo de papeles. Apenas mide dos metros de largo pero necesita cuatro mujeres para atenderlo y no paran un segundo. La fila de clientes es una señal para apuntarse; no deja de moverse pero tampoco mengua. Los reclamos que la provocan son poderosos y tienen nombre propio: castacán y buche.
Buche y catascán
El castacán es una de las gracias que festejan la cocina yucateca. Un corte de panceta con más carne que grasa, cubierta por una fina lámina de piel crujiente. Junto al castacán hay un recipiente metálico con una suerte de caldo en el que nadan gajos de cebolla y unos cuantos habaneros. Sirve para mantener calientes unas cuantos embutidos gruesos y retorcidos; pura carne troceada menuda, mezclada con grasa y especias. Le dicen buche y es un paraíso en tierra para los amantes de la casquería: el estómago del cerdo relleno de una mezcla de carne muy picada, especias y sesos. Es sabroso, expresivo, jugoso, tremendamente suave y adictivo. Una sorpresa difícil de olvidar. Una rareza que pocos amigos locales recomiendan: o les parece demasiado humilde o están en la fase de avergonzarse de su pasado.

Salgo de la fila con un trozo de buche, otro de morcilla, un par de cortes de castacán y una corteza de cerdo que me como mientras contemplo el espectáculo de un mercado que, como todos los mercados, muestra las claves de la vida de la ciudad. Un escaparate vital, variopinto y abigarrado en el que casi todo llama la atención del extraño. Empezando por el maíz y las tortillas. Los elotes, las panochas frescas recién sacadas de la planta, se venden por docenas, envueltos en una maraña de hojas. Me interesan más otras que muestran colores que oscilan entre el crema y el marrón y las hojas secas. Son los mismos elotes asados en el horno. Saben muy suave, dulce y con alguna nota ahumada.
La Lupita se comió el mercado
Los mentideros culinarios también recomiendan visitar el Mercado de Santiago, más que nada por desayunar o almorzar en la taquería La Lupita, la taquería del que casi todos hablan. Al final, resulta que la fama de la Lupita se ha comido buena parte del interior del mercado y parece que viene más gente a comer que a compa género. Del mercado queda poco en esta mañana de lunes.

El éxito es un arma de doble filo y en La Lupita se traduce en colas y largas esperas. Los turnos se dan con un número que expende, según el cartel que explica el procedimiento, el “moderador de fila”. La clientela es variopinta, entra familias, empleados cercanos y turistas, se ven caras felices y la cola se alarga en el tiempo y la distancia. Disfruto una sopa de limón y me cumplen el panucho de recado negro, el salbute y los tacos. Está bueno, pero esta vez no me parece que merezca la espera.

El Wayan’e también está lleno, pero no hay colas o listas de espera. Ocupa un patio medio porticado, medio al aire libre, con la cocina a la vista a un costado. La decoración es de ensueño: las fuentes de los guisados que sirven de base a los tacos y tortas entre los que se maneja. Ya cumplió la treintena. Recorro el elenco básico: un sabroso y logrado taco de castacán con frijol y el chilibul, variante de la casa del frijol con puerco condimentado con una variedad de chiles y especias. Hay huevitos con chaya, mucha longaniza de Valladolid y una lista de guisados de puerco que empujan a quedarse a pasar la mañana.
Pancho Maíz
Del chicharrón verde, la higadilla o el poc chuc (carne de cerdo marinada con jugo de naranja amarga) del Wayan’e los huevos enmolados de Pancho Maíz solo median los seis o siete pasos exigidos para cruzar la calle. Esquina frente a esquina, Wayan’e y Pancho Maíz muestran dos de las mil caras que es capaz de exhibir la cocina yucateca. La misma historia manejada por intérpretes que viven realidades diferentes; una popular, casi iniciática, la otra refinada, burguesa y actual.

Pancho Maíz es el local de moda entre los dedicados a revisar la cocina de siempre. Es una casa completa con patio y algunas dependencias, como la que acoge una panadería elemental en la que nace un tremendo pan de elote y almendras. Es con mucho el bocado más emocionante que encuentro en esta casa. Dulce, sutil y delicado, cremoso y crujiente, sabroso y estimulante. Es cosa de Juliette, la panadera, y me acerco a comentarlo con ella. Por el camino, la dependencia de la tortillería, la cocina… Cada cosa tiene aquí su sitio y el de los huevos enmolados está en mi mesa. Es un plato gozoso dominado por el mole rojo, remontado con un huevo frito, que disfruta el toque distinguido de una pella de nata a un lado del plato. A cambio, el sope jumbo de maíz fresco provoca indiferencia. Me quedo con las ganas del plátano con mole o los tlacoyos, y sobre todo con la visita al Museo de la Gastronomía Yucateca, un restaurante con muchas recomendaciones, pero la ruta es larga y las mañanas cortas. Hay que volver.