Un tiempo para los jóvenes

La memoria del sabor

Una nueva generación de profesionales pelea por seguir rompiendo muros.

El día que Hernrí Gault y Christian Millau, fundadores, directores y propietarios de la revista Gault Millau, resgistraron la etiqueta nouvelle cuisine en sus páginas y su portada -inspirados por el trabajo de algunos cocineros como Michel Guérard o Alain Senderens-, fue el comienzo de un cambio que acabó trastocando todos los principios que regían la cocina de los 70. Cumplidos cincuenta años de aquello, nada ha vuelto a ser igual, salvo el solomillo Wellington, ya en su segundo advenimiento.

 

Las cocinas se hicieron libres, miraron en otras direcciones y rompieron las férreas reglas que las encorsetaban. Cambió la estructura del negocio, como lo hizo el papel de la prensa en la ecuación gastronómica, los críticos dejaron de parecerse a las caricaturas de Antoine Ego o el dandy de Nada -con el tiempo también dejarían de ejercer la crítica-, los profesionales mostraron sus recetas al público, pusieron las cocinas al alcance de todos y aprovecharon los congresos gastronómicos, primero para consagrarse, elevarse más tarde a la categoría de super héroes -ya no me caben más Avengers en el carnet de comidas- y consagrarse finalmente como conferenciantes motivacionales y autores de libros de autoayuda. Esperando el próximo gran éxito editorial, “Aprende a parecerte a mi y triunfar en la alta cocina en diez lecciones”. La exclusiva del primer capítulo se publicará bajo el título “El cocinero que alcanzó la fama y ayuda a conquistar el éxito a los más jóvenes”.

 

Nada volvió a ser igual, empezando por el papel de los jóvenes. Mejoró la calidad de la enseñanza, se ajustaron los procesos de aprendizaje y se rompieron barreras que les cerraban el paso. Estuvieron en condiciones de crear sus propios negocios, recibieron la atención de las nuevas clases medias urbanas, a las que ofrecieron un espacio de ocio y un escaparate donde mostrarse, se hicieron hueco en los medios de comunicación y pudieron mostrarse en público. Nunca los cocineros jóvenes tuvieron tantas oportunidades para abrir sus propios negocios y exhibir su trabajo.

 

La juventud está hoy lejos de ser un obstáculo; los jóvenes dieron la vuelta a las cocinas. Jóvenes, muy jóvenes, eran la mayoría de los actores de la Nueva Cocina Vasca, y jóvenes eran los cachorros que alimentaron sus aspiraciones y sus cocinas en los benditos desvaríos de El Bulli antes de que entrara definitivamente en la cara luminosa de la modernidad y pasara a ser elBulli. Cincuenta, cuarenta, treinta años atrás, la juventud se hizo con los mandos para cambiar la cara y el ritmo de las cocinas.

 

Los jóvenes inundaron el mundo de estrellas culinarias. Los Adriá y sus cachorros siguieron a los adelantados de la nueva cocina para llenar portadas en los grandes medios de comunicación y construir estrellas culinarias. Con el tiempo, se institucionalizaron, maduraron y coparon el mercado. En algunos casos pasaron a ser, a veces de forma involuntaria, un muro para las aspiraciones de las nuevas generaciones de jóvenes profesionales.

 

La cocina es cíclica y repite los nuevos y los viejos ritmos. Los jóvenes cocineros han vuelto a tomar la palabra. A menudo lejos de las grandes ciudades, en capitales de provincias o pueblos medianos, a veces directamente en el campo, alejados de todo. Una nueva generación de profesionales pelea por romper el paradigma culinario y seguir rompiendo muros: juventud, condición femenina, ruralidad…

 

Lo acabo de ver hace unos días en Culinaria, un pequeño certamen celebrado en Cuenca, que lo acoge desde hace cinco años, en el que coincido con Leonor Espinosa (Leo, Bogotá), responsable de una ponencia -Pozonros. Sin Adjetivos- que se me queda grabada, como la de Toni Massanes; siempre s bueno encontrar voces como la suya en los congresos. Es una visita fugaz pero nos da tiempo a comer juntos en Casas Colgadas, pasear y hablar mucho de nuestras cocinas, las del otro lado del Atlántico, nuestros nuevos jóvenes y también de quienes lo fueron cinco, siete o diez años antes y llegados a los treinta y tantos, también cumplidos los cuarenta, se parecen más a la vieja guardia que al profesional imberbe que los consagró. Algunos tomaron vicios y formas de cocineros de ochenta años, empezando por la prepotencia y la maledicencia.

 

Culinaria muestra un espectacular desfile de cocineros y cocineras jóvenes (más los primeros que de las segundas, como siempre) y otros que abrieron puertas hace diez o quince años para convertir la ruralidad en un valor culinario. Me refiero al pueblo, grande o pequeño, como espacio de trabajo. Converso en el escenario -agradecido a la organización por pensar que tengo algo que aportar a un congreso gastronómico; nuevo para mí- con un jovencísimo Julen Baz, creador de Garenaen Dima, muy cerca de Bilbao, y un ya menos joven Jesús Segura (Casa Colgadas, Casa de la Sirena, en Cuenca) y recorremos los caminos del trabajo y el éxito que a veces llega con él, los vínculos con la tierra, la despensa y el productor, los principios, los compromisos y las concesiones.

 

Es una buena charla, me parece, que confronta a dos generaciones y dos formas de entender el negocio, aunque coinciden en muchas. Para cuando ocupamos nuestro lugar en el escenario ya he visto pasar a Teresa Guitiérrez (Azafrán, Villarobledo), Isabel e Ismael Castillejo, instalados en el Mesón Sierra Alta, en la sierra conquense, a setenta kilómetros de la ciudad.  Han faltado sus vecinos Olga García y Alex Paz, de Fuentelgato, en Huerta del Marquesado, y los chicos de Cañitas Maite (Casas Ibáñez, Albacete) creadores de un imperio que ya va por la quinta referencia. Hubo algún joven de ciudad, como Jun Monteagudo, de Ababol, en Albacete. Tuvimos el Ancestral de Víctor Infantes (Illescas, Toledo), otro restaurante joven y de pueblo, y algunos miembros de la generación que los precedió. Casi siempre con el nombre del restaurante adosado al de un municipio rural: El Doncel (Sigüenza), Maralba(Almansa)… La cocina castellanomanchega del siglo XXI asentó sus raíces en la ruralidad.

 

En Cuenca encuentro también la sorpresa de Raff y Miguel Escutia. Su cocina manchega, comprometida y actual es justo lo que busco: muestra raíces, sabor, texturas, dominio técnico y sentido común. La bodega es ejemplar: las 89 referencias proceden de la provincia de Cuenca, y pruebo algunas de mérito. De eso también debería hablarse en los congresos. Imposible hablar de gastronomía e identidad sin referirse al patrimonio vinícola.

Leo marcha después de su ponencia, antes del almuerzo del primer día y me quedo pensando las referencias que hace quince o veinte años empujaron el cambio en las cocinas latinoamericanas. Entonces, los Atala, Acurio, Olvera o la propia Leonor abanderaban nuestro despertar culinario, abriendo puertas a la generación que les seguía. El tiempo lo cambia todo. Unos han sido defenestrados por las listas y otros están cerca de serlo.

 

Los cocineros más jóvenes apenas miran las listas en España; solo un cataclismo les abriría un hueco entre los nominados. En América Latina solo tenemos la de los chicos de Chicago, pero necesitados de explotar el negocio al máximo, se obsesionaron con revivir la noche de San Valentín en nuestras cocinas. Trajeron la popularidad y la facturación del turismo gastronómico a profesionales y negocios que en muchos casos siguen sin merecerlas, y al mismo tiempo incrustaron la intriga, la prepotencia y la indolencia en las cocinas de la región. Nuestras cocinas parecen hoy la corte de Versalles durante el reinado del último Luis: todos contra todos y un puñal siempre en la mano.

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