Gastrojeta.com

La memoria del sabor

El periódico distingue a un vivo con el título de gastrojeta y le dedica un espacio en la edición del día. Lo presenta como un hombre que recorre los restaurantes de Alicante comiendo por la cara, y no debe llevar smartphone, porque entonces sería un influencer. En cualquier caso, el suyo no es un atraco organizado, más bien una sorpresa que se anuncia al final de la comida. No hace sinpa -largarse al descuido o escapar a la carrera antes de recibir la factura-, porque el esfuerzo no merece la pena. Es un comedor solitario y acabada la comida explica que se levantó como raro y sin ganas de gastar, y espera copa en mano la llegada del coche patrulla de turno en la zona. Cuentan que es un tipo tranquilo, nacido en Lituania, con aire de turista y poco conocimiento del castellano. Tuvo su última comida en libertad con una paella de mariscos y dos whiskies dobles (le pega al frasco como un profesional), porque cumplida su decimosegunda panzada por el morro del año 23 -ya tuvo ocho el anterior-, el juez le mandó a prisión por reincidente. Un castigo ejemplar: el menú de la cárcel de Fotcalent no incluye whisky.

 

Los que le han atendido en cada fase de sus trayectos gastronómicos -restaurante, comisaría, abogado de oficio y juzgado-, dicen que es un tipo tranquilo, siempre sonriente. Parece un turista de los que no se meten con nadie, dedicado a cosas de turistas: sus visitas a monumentos, siempre mirando para arriba, sus fotos sujetando torres, sus paellas enjaretadas con tiras de pimiento morrón y gajos de limón, sus frituras (más limón) o sus baños de sol y multitudes. Podría ser que su tarifa no incluyera la media pensión y solo buscara un upgrade en la categoría. El periódico explica que operaba en restaurantes de lujo, aunque visto el importe de la última factura que el restaurante anotó en una barra de hielo -38 euros por una paella de mariscos y un desparrame de whisky- no se ajusta a los usos tarifarios en locales de alcurnia.

 

Una de dos, o la hostelería alicantina anda de capa muy caída y está tirando precios o, lo que es más razonable, el ejercicio del periodismo está definitivamente por los suelos; pagan tan poco que nuestro umbral del lujo ronda ya el bocadillo de calamares con un doble de cerveza.

 

Que no se solivianten los afectados, pero este personaje me provoca más ternura que otra cosa. Avísenle para cuando salga; si se viene a Lima le atendemos en Can Medina y le hacemos upgrade en el color de la etiqueta del whisky. Solo es un pícaro, y de los inofensivos. Podrían mermarle el terreno de juego repartiendo una foto suya por los restaurantes de la ciudad, como se hacía antes del advenimiento de internet con las fotos de ciertos críticos (de los que trabajaban en serio, los otros nunca preocuparon a nadie). No era extraño que acabaran (las fotos) detrás de la puerta de la cocina, con una diana pintada sobre la cara y un dardo en medio de la frente.

 

Bien mirado, si lo apadrinara una buena community manager podría acabar cobrando por cada trapisonda. Ya lo estoy viendo con web propia, gastrojeta.com, y mensajes en su sección de consultas del tipo: “¿Cuánto me cobra por irse sin pagar de mi restaurante y contarlo en una foto de su Instagram?”. Al tiempo.

 

Más que nada, nuestro lituano es un pícaro, un Lazarillo de Tormes del tiempo del Airbnb, que para algunos es el otro siglo de oro. Los auténticos gastrojetas son otros. Gastrojetas son los que reservan y dejan la mesa colgada. Gastrojetas son los del sinpa en la comunión del sobrino. Gastrojetas son los cocineros que presumen de raíces, identidad y productos nativos pero no pagan a los productores. También lo son esos empresarios hosteleros cuyas ofertas de trabajo recoge @soycamarero en su cuenta del Twitter (no me sale llamarle X; eso quedaba para el GAL y luego para el porno). La penúltima que leo es de un empresario que pasa de largo la condición de gastrojeta para instalarse en la de gastrodelincuente. El personaje sirve comida en la piscina de su hotel y publica un anuncio ofreciendo empleo a mujeres con buen cuerpo dispuestas a trabajar en biquini, previo casting en ropa de trabajo.

 

Gastrojeta era un empresario hostelero que se me cruzó en Sanxenxo y me presumía de hacer la empanada de almejas con la almeja entera, “así, al abrirse en el horno, decía, sabe mucho más a almeja y gasto la mitad”. Le sorprendió que me preocupara por la integridad de la dentadura del cliente, pero enseguida me lo aclaró: “cuando se quejan, les digo que se lo cuenten al dentista”. Era un chulo de los peores, y su chulería no tardó mucho en pasarle factura.

 

Siempre hubo pícaros con ganas de comer gratis y ciertas dosis de ingenio. Cuando empecé en Club de Gourmets y la Gourmetour, solían saltar las alarmas sobre presuntos inspectores que recorrían restaurantes forzando la invitación, o intentaban cobrar a cambio de trato de favor en la guía. Sucedía más en restaurantes de provincias, pero un día recibimos una llamada de José Iglesias desde El Horno de Santa Teresa (todavía era de la familia) contando de un comensal que dice ser inspector de la Gourmetour. Salí de la redacción con la encomienda de presentar una denuncia, paré un taxi para ir al centro, subí al comedor y encontré un señor de pelo y bigote canos, de unos 70 o 75 años, vestido con americana y corbata en busca de una alegría solitaria. Su tarjeta de visita rezaba “Inspector de la Gourmetour” -eso implicaba premeditación e inversión, no era la primera vez-, debajo de un nombre que creí real. Me senté a su lado, le expliqué que alguien podría denunciarle por lo que estaba haciendo, que no pensaba ser yo, le pedí que lo dejara, me quedé su tarjeta como prenda, me tomé un café con Pepe, que acababa de pasarle la factura, le vimos pagar, nos reímos de buena gana y volví a la redacción a contarle a Caniche que el gastrojeta había huido antes de mi llegada.

 

Todos hemos tenido un gastrojeta en la vida. Ese amigo que provoca una cita para tomar café y según se sienta pregunta si puede pedir una ensalada (suele pedirla con extra de pollo), o que se yo, algún pariente que pasa por los restaurantes que acabas de criticar (para bien) y se presenta al dueño eliminando las ramas familiares que le separan de ser el hermano de tu madre. O el delincuente (seguramente empresario de la competencia) que durante dos meses reservó cada sábado noche una mesa para seis a mi nombre en Jockey, a la que nunca acudió nadie. Hasta que un día Carmelo se atrevió a llamarme y preguntarme si la mala jugada era mía y le confirmé que le estaban tangando.

 

Hace poco me contaban la llamada de una gastroreinona, imbuida de un repentino ataque de fama, a un restaurante que suele parar más lleno que un vagón de metro en la hora punta de Tokio. Fue directa, sin esconder nada: “Quiero una mesa para almorzar el sábado con mis amigos, y cuando coma veré si escribo”. Siempre sutil la diva. Seguramente andaba encabronada, y ya saben que las diosas manejan sus complejos hinchando la carótida y haciéndose querer por donde más duele: sin humillaciones, besamanos y reverencias no hay paraíso.

 

El hecho de que además de ser un espejo en el que cualquier pandillero del barrio aspira a verse reflejado, se trate de alguien que escribe ocasionalmente sobre restaurantes, plantea una realidad importante en la naturaleza del gastrojeta: una buena parte del rubro lo alimenta el presunto (la presunción siempre por delante) periodismo gastronómico; lo que sea por una comida gratis. Entre nosotros también hay mucho buscavidas corto de vergüenza. Tanto que no hace falta salir de algunos diarios para rastrearlos; a veces escriben dos páginas más adelante.

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