Hace tres años que The New York Times selecciona los que considera los 50 mejores restaurantes de los Estados Unidos, y confecciona una lista que se publica en uno de sus suplementos. Empezó en el año 2021 y acaba de presentar la selección de 2023, explicándola como la relación de los “50 restaurantes que nos emocionan”. El pronombre, nos, incluye a los editores y el grupo de reporteros y críticos que según el preámbulo han elegido esas cocinas a lo largo del país.
Es el tercer año, trae novedades y algunas de ellas con menos de un año de vida, interpretando que la cocina estadounidense está en un momento especialmente dinámico: “A pesar de las turbulencias de los últimos años, este es un momento de expansión para los restaurantes independientes. No podemos evitar sentir que las ciudades y pueblos de Estados Unidos son mejores para comer hoy que nunca”. La expresión ‘restaurantes independientes‘ se me queda dando vueltas en la cabeza, en el tiempo de las grandes corporaciones, los fondos de inversión y los hoteles sin alma obcecados en ocupar sus salones con grandes marcas.
El contenido de la lista plantea algunas lecturas. La primera es que se mueven. No están representados todos los estados pero la muestra tiene vocación abierta. También exhibe el peso de las pujantes cocinas latinas en el nuevo paisaje gastronómico del país; destilan raíces fundamentalmente mexicanas, aunque entre ellos hay un peruano. En, realidad es una peruana, Valerie Chang, que hace seis meses abrió Maty`s en Miami, y como ya contamos en 7Caníbales ha sido celebrada en otros medios. Hay un poco de todo, miradas tradicionales, propuestas de fusión y cocinas de rango creativo. El diez por ciento de la nueva lista es latino, pregonando la importancia de la minoría mayoritaria del país.
Encuentro algo más sobre lo que merece la pena pensar. Ninguno de los que The New York Times considera los 50 mejores restaurantes del país, los “restaurantes que más nos entusiasman en este momento”, pertenecen a la elite gastronómica convencional. Ni la cocina vegetal de Eleven Madison Park, ni el origen mexicano del imperio Olvera en Cosme, ni Le Bernardin en representación una estirpe en vías de extinción, ni la cadena de Nobu, ni el californiano Saison, ni Chef’s Table at Brooklin Fare.
Dieron la espalda a las vacas sagradas. A los especialistas de The New York Times no les emocionan particularmente los restaurantes reconocidos por la Michelin de California o la de Nueva York. Noddle in a Haistack, en San Francisco, es la única coincidencia entre las ediciones norteamericanas de la guía francesa y los elegidos por el diario neoyorkino. La afinidad con The World 50 Best Restaurants es todavía menor: ningún nombre compartido.
Hay algo que me interesa más en esta relación de comedores destacados por el diario por encima de los del resto del país, que no se me antoja tan bizarra. Da forma a una idea que me ronda desde el encuentro en abril con Ferran Adrià, reflejado en la entrevista publicada en 7Caníbales. Mientras hablábamos de como nos relacionamos con los restaurantes, formas de entender la alta cocina y perspectivas, me dice “Sinceramente, mi opinión sobre esto no interesa para nada, como la tuya, porque no somos personas normales” (prefiero pensar que se refería a comensales normales, aunque en lo otro también le daría la razón: estamos entre los marcianos de la gastronomía), para seguir diciendo: “Es importante separar el día a día de las cosas excepcionales. El 95% de las veces que vamos a comer vamos con amigos, con familia, por trabajo y aquí es más importante la familia, el amigo, el trabajo que la comida. Valoramos más el cariño del servicio que otra cosa. El 5% restante, que son diez, doce, catorce veces al año, vas a vivir una experiencia, independientemente del tipo de cocina” (…) “salen 60 días al año a comer y el restaurante pasa a ser un lugar para socializar. El concepto de restaurante donde te vas a concentrar (en la comida) es muy diferente y hay que separarlo. El problema viene cuando no se separa”.
Coincido con él. Hay restaurantes para celebrar, hacer negocios, aparentar, intimar o intentar hacerlo, y otros en los que buscamos lo que hemos dado en llamar experiencia. Tenemos comedores a los que vamos a pasar un buen rato, conversar, comentar, compartir, disfrutar un vino, reír de cuando en cuando, hacer planes, negociar, rumiar tus historias o vivir una experiencia. No es lo mismo comer cocina cassolana en Can Roca, que la propuesta del Celler de Can Roca. Buscamos cosas diferentes, aunque en los dos vivamos experiencias.
Hace años que no me apetece pensar en la experiencia como algo singular. Dejé de escribirlo de forma especial, con mayúsculas o entrecomillado, entre exclamaciones o marcado en cursiva. Vivo la experiencia, buena, mala o anodina, festiva o cotidiana, individual o colectiva, cara o barata, cada vez que me siento ante un plato y alrededor suyo nacen, crecen y se esfuman emociones.
Pienso precisamente en la disparidad entre comedores y cocinas, y las bases sobre las que se asientan, y vuelvo a una frase de la presentación de The New Tork Times: “aquí están los 50 restaurantes que más nos entusiasman en este momento”. No se trata de méritos, de currículum, de virguerías técnicas, alardes creativos o revueltas conceptuales; importan las emociones. Pienso que también se trata de la accesibilidad o, dicho de otra manera, de la cercanía. El templo frente al espacio cotidiano, la élite de la alta cocina frente al restaurante de cercanía. Los masters del universo culinario frente a los chicos del barrio. Restaurantes a los que podemos ir a comer o restaurantes en los que soñamos (aspiramos, deseamos) comer. Y una pregunta que lo recorre todo, de principio a fin: ¿para quién trabajamos?
La respuesta marca tanto el rumbo de un comedor como su ausencia. ¿Para qué cliente trabajamos? ¿Para qué circunstancia y qué momento? ¿Para el cliente de una visita en la vida o para el de cada día, cada semana o cada mes? ¿El del aparato o el que quiere pasar un buen rato? ¿Para el comensal real o el fantasma? ¿Para el inspector de la Michelin o el votante de listas que nunca te visita? ¿Para el que viene a comer o el que viene a contar que ha comido? ¿Para el que quiere un arroz con pollo o el que le basta con la factura?
A veces pienso que si no hubiera redes sociales en las que compartir nuestra fortuna con gente a la que no conocemos, el mundo de la cocina sería completamente distinto.
También nosotros, los periodistas, deberíamos preguntarnos para quién trabajamos, y eso daría para unas cuantas columnas. ¿Para quién escribimos? Algunos colegas se van de vareta cuando se lo preguntan.
Fotografía de apertura: Damián Liviciche.