«Sin Campari, no hay Negroni» proclaman los promotores de la Negroni Week, una celebración anual de este cóctel icónico que se ha vuelto el cóctel clásico más vendido del mundo. Este lema es una celebración de la receta original que, según la leyenda, surgió hace 100 años en un café en Florencia: ginebra, vermut rojo y por supuesto Campari. A la vez, un grito de guerra contra la reciente proliferación de variantes del Negroni usando otros licores amargos que no sean Campari. El mercado de estos licores ha crecido en parte basado en la popularidad del Negroni. El éxito tiene su precio.
Sin embargo, es indudable que el bitter italiano más reconocido sigue siendo Campari. Campari guarda la receta de su fórmula de color carmín, hecha con 68 botánicos, celosamente. Sus protocolos para cuidar sus recetas son tán exitosos que han sido estudiados como ejemplo de como manejar «secretos comerciales». El único ingrediente (fuera de alcohol, agua y azúcar) nombrado en sus etiquetas es el colorante.

Si, ese rojo vibrante que uno reconoce desde el otro lado del bar se debe a colorantes; ninguna de las hierbas o cortezas secretas de su receta dan un color así. Uno intenta imaginar un Campari translúcido, o levemente dorado por las infusiones botánicas que lleve… Imposible. Negroni Blanco hay pero Campari Blanco, nunca. Otro lema publicitario para la Negroni Week afirma que «Campari es el corazón rojo del Negroni».
Hasta 2006, el color carmín era el corazón rojo del Campari. Es un colorante natural que causó un furor en Europa cuando llegó desde las tierras de los nopales americanos. Los nopales son una familia de cactáceas que crecen desde el sur de Canadá hasta el estrecho de Magallanes. Albergan un insecto, en realidad un parásito, conocida como cochinilla, cuyas hembras producen un compuesto de color rojo brillante para protegerse de depredadores.
Lastimosamente para las cochinillas, fue justo ese compuesto lo que atrajo a un depredador tan peligroso como los humanos. Lo codiciaban por ese pigmento tan vivo, que tiñe las telas con un color vibrante y permanente. Se podría explicar por qué el carmín es un color tan sangriento: una sola libra se compone de los cuerpos de 70.000 insectos secos.
El color que llegó de América
Sus primeras evidencias como tinte se encuentran en Perú sobre los textiles de los nazcas y los moches. Algunos proponen que llegó a México desde Perú a través de las rutas de comerciales entre el sur y el centro de América. Otros presentan las evidencias de los cultivos de los Toltec, en México, para argumentar que la cochinilla es de origen mexicano. Sin embargo, los análisis de laboratorio aún no han podido dar respuesta a la duda
Lo cierto es su rol clave durante siglos en las culturas indígenas de que hoy en día son México, Guatemala, Perú, y Chile -los zapotecas, los mexicas, los mayas, los nazca, los toltec, los incas y los aricas, entre otros- quienes lo usaban no solo como tinte sino también como pintura, tinta y maquillaje. Tejían y pintaban mantos, manuscritos y murales con «la sangre de nopal» , o nocheztli, como se llamaba la cochinilla en náhuatl.
Los cultivadores de cochinilla del centro de México refinaban el cultivo a través de los siglos, seleccionando insectos por su tamaño y el color de su pigmento cuidadosamente, eventualmente resultantando en una cochinilla domesticada que tenía doble la cantidad de pigmento que sus primos silvestres. Así produjeron una cochinilla de mejor calidad, un tinte que los españoles llamarían grana fina. No existía un tinte así en Europa, de un rojo tan profundo y duradero. Con los reyes, arzobispos, y generales de Europa queriendo vestirse de rojo, era un tinte con un valor literalmente real.
Así fue que un pequeño insecto, secado al sol, se convirtió en la segunda exportación más valiosa de las Américas coloniales, después de la plata. Los españoles manejaban un monopolio sobre la cochinilla por siglos, desde el trabajo forzado en las tierras americanas. Destruyeron las códices indígenas que describieron su cultivo y producción, para evitar que alguien más se enterara de cómo producirla. Ganaron más con la cochinilla que con el oro. Evidentemente, ansiamos al color con la misma avaricia que los tesoros. Aún más el rojo, ese tono que habla de nuestra sangre, nuestra vida y muerte.

En 2006, Campari cambió el carmín por un rojo artificial en la mayoría de países, por «incertidumbres en su suministro». Otros especulan que lo querían hacer más apto para vegetarianos, y otros que fue un tema de costos. Ahora relacionan no menos de 8 colorantes en sus etiquetas, dependiendo del país. En México y Suecia, por lo menos, siguen usando el carmín original. También ha salido una nueva gama de bitters modernos, hechos por destilerías pequeñas e independientes, que prefieren ese colorante natural a los colorantes derivados de petroquímicos.
El color carmín era el ingrediente americano más visible del Campari, pero no el único. Muchos especulan que la cascarilla, un arbusto caribeño cuya corteza llegó a Europa para tratar fiebres, sigue siendo parte esencial de la receta de Campari. El sitio web del Bahamas Development Bank, un exportador de cascarilla, lo confirma diciendo que el aceite esencial de cascarilla producido allá «se usa en un rango amplío de productos, incluyendo Campari Licor”.
La quina y la cascarilla
La cascarilla comparte compuestos aromáticos con el pino, el eucalipto, los cítricos, el clavo y el romero. Esa complejidad aromática, la hace atractiva no solo para los licores herbales sino como nota base de los perfumes. La cascarilla tiene una larga tradición de uso para tratar a fiebres en el Caribe, y en algún momento se exportaba como una alternativa a la quina para tratar la malaria.
Esas dos cortezas -la quina y la cascarilla- se confundieron frecuentemente en Europa en los siglos XVII y XVIII. Tan frecuentemente, que el nombre de la cascarilla (Croton eluteria) originalmente era un sinónimo usado por la quina (Cinchona spp.), y la confusión persistió hasta finales del XVIII, cuando los botánicos empezaran a reconocer que eran dos especies distintas.
En 1640, cuando los jesuitas empezaron a traer nuevas plantas medicinales de las américas, muchas partes de Europa sufrían de malaria y fiebres endémicas sin remedios eficaces. La introducción de la quina, la primera medicina efectiva contra la malaria, empezó una manía para buscar y catalogar otros posibles tratamientos en las selvas y bosques americanos. En España hablaban de los Andes como «la farmacia del mundo«.
Se volvió una farmacia saqueada que recibió violencia y explotación por sus remedios y conocimiento. Los jesuitas y otros botánicos aprendieron sobre las plantas andinas de las sanadoras y tradiciones indígenas, aprovechando su conocimiento ancestral para comercializar esos remedios, mientras el rey Carlos III prohibía los idiomas indígenas en todas las colonias de España. La quina empezó a aparecer en un arcoiris de tinturas y fármacos armados por los apotecarios de Europa. Irónicamente, la apetencia europea por esa cura que salvaría tantas vidas derivó en un camino de sangre.
Muchos especulan que la cascarilla,
un arbusto caribeño
empleado para tratar fiebres,
participa en la receta del Campari
Después de lograr la independencia del virreinato, los gobiernos nacientes de Bolivia y Perú dictaron una ley limitando la extracción de la quina y prohibiendo la exportación de sus semillas. La ley intentaba proteger a sus bosques … y controlar su venta a los países colonizadores, quienes lo requerían urgentemente para sus invasiones de África y Asia.
Inglaterra, Holanda y Francia intentaron establecer sin mucho éxito sus propios cultivos de quina en Asia y África, hasta que el botánico indígena Manuel Incra Mamani, trabajando con el mercante inglés Charles Ledger, consigue unas semillas de los bosques de Perú. Ledger los vendió a Holanda, que no demoró en establecer cultivos en sus tierras en Java, mientras que Mamani sufrió en la cárcel peruana por haber vendido ilegalmente las semillas y parece que murió a manos de la policía.
La especie que Mamani había identificado era nueva para los europeos y extremadamente valiosa, porque su corteza contiene una mayor porcentaje de compuestos medicinales que otras especies de quina. El pobre Mamani ni recibió el crédito de su conocimiento después de su muerte, la especie encontrada por él terminó llamándose Cinchona ledgeriana por su comprador inglés.
Así, la quina se volvió una de «las grandes herramientas del imperialismo.» El historiador Daniel R. Headrick escribe: «Sin la quina, el colonialismo europeo hubiera sido casi imposible en África y mucho más costoso en otras partes del trópico.» Salvó de la malaria a miles de soldados europeos, facilitando la invasión y ocupación de los territorios del trópico en todo el mundo.
Rápidamente se dieron cuenta que era más eficaz administrar esa medicina tan amarga a los soldados si la mezcla se hacía con alcohol. La quina empezó a aparecer no solo en medicamentos sino también en un amplio rango de licores y pasantes, incluyendo Pimm’s, Dubonnet, Lillet, todas las aguas tónicas, variados vinos fortificados y la mayoría de los amargos italianos, incluyendo Campari.
Licores medicinales
Aunque ahora tomamos licores como Campari por placer y gusto, los licores amargos nacieron con fines medicinales, con hierbas y cortezas amargas para desparasitar, desinflamar y tratar fiebres, entre otros. La adición de azúcar y colorantes atractivos los hizo más sabrosos y fáciles de tomar. Tanto, que la gente empezó a disfrutarlos por sí solos y no únicamente por sus beneficios.
El bitter de Campari se volvió uno de esos casos de éxito. Gaspare Campari abrió su Caffè Campari en 1867 con la mezcla única que había inventando. Fue un hit en Milano, donde las primeras tradiciones del aperitivo italiano empezaban a formarse. Cuando su hijo Davide, un visionario del mercadeo, tomó el control de la empresa y ligó la pócima roja a los mundos del arte y el diseño italianos, Campari realmente se volvió un fenómeno global.
Algunos licores icónicamente europeos
deben mucho al conocimiento de
las culturas originarias de las Américas
La creación de Negroni Week es otro ejemplo del mercado inspirado en Campari. Celebra al cóctel mientras que presenta a Campari como parte esencial y ayuda a organizaciones sin ánimo de lucro por medio de donaciones de los participantes. Los últimos años, la plata ha ido a Slow Food, que trabaja para que todo el mundo tenga acceso a una alimentación buena, limpia y justa.
Las comunidades indígenas del trópico siguen buscando justicia. Exigen la creación de nuevos módulos de propiedad intelectual que reconozcan y protejan su conocimiento colectivo, sus artesanías y sus territorios.
Es claro que algunos de los licores que consideramos icónicamente europeos deben mucho al conocimiento e innovación de las culturas originarias de las Américas, una deuda que nunca ha sido reconocida y menos recompensada. Las negociaciones de esas comunidades a nivel internacional para generar cambios legales y prácticos que protejan sus conocimientos ancestrales van lentas. En parte por una falta de visibilidad e interés del público.
Idea: ¿Qué tal si Campari, con su don de mercadeo llamativo (e idealmente otras empresas de licores cuyas recetas se alimentaron de ese conocimiento ancestral) se compromete a visibilizar y apoyar esa reivindicación? Podría ser una forma novedosa y muy chévere de celebrar la Negroni Week.
Nota del autor: Una forma de apoyar a las comunidades indígenas en esa lucha es donando fondos para que sus representantes puedan viajar a participar en las negociaciones globales sobre propiedad intelectual a través de la organización WIPO.