A mí no, por favor

La memoria del sabor

Al tiktoker no le gustó el restaurante. Lo dejó claro en su como sea que se llame lo que hacen los tiktoker para ganarse la audiencia e intentar arreglarse la vida. Es un comedor de cocina tradicional con un público que supera en estatus y edad al muchacho, lo que reduce las consecuencias de su alarde al mínimo; nunca afectará al negocio. Tampoco importa mucho; él hace lo suyo como nosotros, los últimos anormales del mercado, hacemos lo nuestro. Cada uno con su historia y sus manías. Llego al restaurante dos días después y veo caras largas: los propietarios no han dormido mucho estas dos noches. Les duelen las críticas, y esta no les parece justa. No entienden que el influencer haya ido a la contra con ellos, como tampoco entienden que es su opinión y toca aceptarla. Los comedores tradicionales no disfrutan del estatus del cocinero de avanzada, habilitado desde una docena de temporadas atrás a marcar el contenido y el alcance de lo que se escribe sobre ellos. A lo mejor ese tiktoker es el penúltimo verso suelto del universo gastronómico, una especie en vías de extinción. A los afectados también les está costando aceptar que el público del lechuguino del video casero y el de su restaurante no coinciden ni en la variedad de papa que consumen. Unos compran y eligen en el mercado y los otros van a por lo que haya en la bodeguita de su esquina. Cosas de esta vida que condena a más de uno a vivir con las cartas que les repartieron al nacer.

 

Me sobresalta la zozobra que llega a crear una opinión inocua, banal y sin más consecuencias que una rozadura en el ego del empresario, el cocinero, el restaurador o como a cada quien le guste llamarse. Hay tiritas (curitas) especiales para eso; suelen servir unas risas y una buena siesta. Para tratar los casos más graves se administran recetas en la consulta del psiquiatra. ¿Hay psiquiatras especializados en restaurar la autoestima del cocinero como todavía se restaura un himen trastabillado? Sería un buen negocio.

 

Podría ser otro daño colateral del calor. Quería escribir del verano que vive el hemisferio norte desde este otro verano impostado del sur, que debería desparramarse con las temperaturas más frías del año, pero apenas baja de 20 grados. Nuestro invierno de mentira no me va a distraer del encuentro anual con el verano mediterráneo; una mirada por la ventana de las redes y los diarios al desparrame que viven las playas, los comedores y las cocinas, o el bullicio de la hostelería en las ciudades fagocitadas por la plaga existencial del turismo. Lo primero que me viene a la cabeza son los instagramer abrepuertas: venid que os enseño, veréis que bonico. Mis favoritos son el que aparta cortinas en la entrada de los japos y la del vestuario infinito, que lo mismo abre la puerta de una cata de ratafías, una terraza frente al mar o la peluquería del barrio, que tratándose de su barrio parece una pasarela de Dior.

 

Cada verano trae su canción culinaria. Lo normal es que se componga en las agencias de comunicación gastronómica, que con frecuencia son también las del esperpento hostelero. Andaba escéptico, en modo espera, tentado de aceptar que nadie superaría el calamar salvaje y la langosta-bogavante de hace un año, hasta que se me aparece la revelación de la temporada en forma de campaña promocional de una casa de costillas de cerdo. El slogan me llega al epicentro vital, provocando una inesperada e involuntaria contracción de la pelvis y lo que mismamente viene a ser el bajo vientre: “Te la cortamos con hacha”, se lee en grandes letras que ocupan el centro de la imagen. Es un movimiento reflejo, el del encogimiento postural, unos segundos antes de que se me pongan los ojos en blanco y deje escapar una súplica lanzada al vacío, a modo de reclamo vital: “A mí no, por favor”.

 

Queda mucho mes de agosto y será difícil superar lo del hacha, pero hay historias que darán de sí para todo el año. Una es la guerra de una parte de la hostelería contra el comensal solitario. La aplican este verano las terrazas turísticas de Barcelona, ahora exclusivas para grupos, y lo hace de una manera más perversa un dos estrellas Michelin, el restaurante Hotel Café Royal de Alex Dilling en Londres, decidido a frenar la multiplicación de las reservas para uno desde que conquistó la segunda estrella: siempre lleno aunque cada vez con menos clientes. El remedio es un recargo, la tasa single, al cliente solitario, que duplica el precio de su menú degustación. Las mesas para uno nunca estuvieron bien vistas en la hostelería. En los viejos tiempos -viejísimos- se decía que traía desgracias al restaurante, era gafe, y en los nuevos se rechaza directamente. El lema iguala la hostelería que se administra por paletadas y la del relumbrón: nunca comas solo, haz amigos o comparte mesa. Bien mirado, podría ser una campaña social de Unicef.

 

La marabunta del turismo cambia los hábitos, los ritmos, las miradas y el paisaje de las ciudades. Más en este tiempo en el que lo importante no es tanto estar como mostrar que has estado. Importa menos ver Las Meninas que hacerse la foto delante de Las Meninas… y mostrarla en tus redes. Lo otro, detenerse en la mirada del pintor, disfrutar los planos, las caras, los pliegues del vestuario, el juego de la luz o el reflejo del espejo queda para esos bichos raros que siguen pensando en el turismo como un ejercicio detenido y pausado. ¿A quién le importa conocer si puedes presumir de estar? Hace tiempo que los bares de pinchos de la parte vieja de San Sebastián dejaron de ser un dechado de virtudes culinarias, con excepciones gloriosas como la del Ganbara de mis amores. Hoy los pinchos se repiten a lo largo del recorrido, como si hubieran salido de una cocina central. No son baratos, pero sale más a cuenta que comer en un restaurante y eso también se nota: hay que pedir la vez en la puerta, como en la pescadería.

 

En Marbella, un poco más de lo mismo, aunque sin tanta exhibición de caviar. Sigue estando -veo un nigiri con cuatro granos exactos sobre el pescado y un cero añadido al precio-, pero este año es tan parte de la normalidad que casi ni se presume de su presencia en el plato. Y luego está el lavado de cara anual de Dani García y su finta infinita para que todos olviden, incluido el propio Dani, que una cosa son él y su cocina -siempre impecables; es uno de los grandes y eso no se pierde- y otra muy diferente sus restaurantes, manejados por su fondo de inversión al borde del filibusterismo. La campaña es poderosa y sale casi de balde, una docena de comidas para dos servidas por la cara.

 

Hay mucho quiero y no puedo en este recorrido por el verano ajeno visto a 10.000 kilómetros de distancia. El mayor de todos es el mío. Me gustaría estar en tantos sitios y compartir tantas historias ajenas que se me anudan los deseos. Si me quedara una porción disponible vendería los restos del alma por una tarde en Elkano, una charla larga y bien comida con Javi Olleros en Culler de Pau, la mirada cómplice de Benito en el Bardal de Ronda, una docena de chuletillas al sarmiento y un jarro de vino, o dos, delante de la bodega del Antonio en Moradillo, una paella de cuatro capas de arroz con lo amigos… Se pasa pronto. En este lado de mi mundo hay tantas cocinas, gentes y sabores por explorar y disfrutar que las estaciones se me hacen días.

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