Nueva vida en las cocinas de Santiago

La memoria del sabor

Conocí La Calma cuando era un restaurante con buenos principios y no pocas dudas, en la Nueva Costanera de Vitacura. Llevó a Santiago el sabor y las texturas del pescado, que no era poco, aunque no hicieron lo mismo con el marisco, víctima propiciatoria de la espasmódica relación que se vive con él en esta tierra. Siempre servido en un aniego de limón, contumazmente cubierto -visión y sabor- con pozales de cebolla picada y perejil.

 

Cuatro años y medio después -año y medio de levantamiento social y dos de pandemia por medio- encuentro La Calma con una pequeña variación en el nombre, La Calma by Fredes, y una propuesta que trasciende. Lo contó Pamela Villagra en 7Caníbales, pero lo que vivo y disfruto va más allá de lo esperado. La transformación culinaria es sobresaliente. Hoy es un restaurante de culto; hay tanta cocina como intenciones. Entendieron que esta vez se trata de concretar realidades y que el negocio es una carrera de fondo; la meta, cuando la hay, siempre queda un poco más lejos.

 

Disfruto al fin del espectacular marisco chileno tal cual lo entrega el mar -ostras, locos, lapas, chochas, piures, caracoles- sin limón secuestrando los sabores ni cebolla que disfrace la naturaleza del producto. Luego está la cocina. Los pescados guisados enteros -siguieron la estela de La Picantería, en Vitacura-, las cabezas de pescado elevadas a la condición de festival de texturas y sabores, y los guisos de tierra y mar: la espectacular lengua con piures y ostiones y unas mollejas con lapas y erizos que aparentan más de lo que ofrecen.

 

El restaurante de Mauricio Fredes me entra por los ojos y la cocina de Ignacio Ovalle me llena. Se me antoja uno de los estandartes de una cocina que sale afortunadamente cambiada del trauma que hemos vivido. No hay manera de negar el renacimiento. Murió, si lo prefieren se diluyó, una generación de restaurantes, cocineros y empresarios que hicieron muy poco por ser recordados. La festiva muchachada de los 50 Best se desplomó sobre sus propios escombros, casi sin dejar huella; se acabó la fiesta, es hora de volver al trabajo. Tal vez un preludio de lo que se anuncia en otras cocinas de Sudamérica.

 

Dicen que 99 renacerá con nuevos propósitos a pocos metros de donde estuvo. Lo más palpable del proyecto que me adelantan es una pizzería. Murió definitivamente Sierra, tal vez porque tardó más de lo debido en matar al padre y tenía dos: la herencia que trajo de Boragó y su vocación por unas carnes que no llegó a entender. Ambrosía Bistró quedó en lo que pienso que debió ser, uno más. No entendí bien la cocina de Carolina Bazán y me alegra verla tranquila, volcada en televisión. Encuentro su imagen en los carteles que jalonan el Casino Monticello, a 60 kilómetros de Santiago, alternándose con los de Sergi Arola y Raúl Yáñez, recién desterrado de Olam, donde encontró refugio la sociedad contra natura que mantenía con Sergio Barroso en 040. Me quedé con las ganas de ver la cocina de Barroso liberada del lastre que supuso su relación con Yáñez, pero hay demasiados restaurantes en Santiago que solo abren de noche y fallé a la cita. Lo mismo me pasó con Yum Cha, la casa de té de Nicolás Tapia.

 

Para mí que Benjamín Nast estuvo entre los más listos de la crisis. Transformó De Patio en Demencia, local de copas con comida que arrasa, y trabaja por reabrir De Patio en la planta alta del bar. Le irá bien. Lo tengo entre los profesionales más cuerdos del paisaje culinario chileno.

 

Me congracié con la cocina de Naoki, ahora gestionado por Pancha Echevarría, que recupera la cordura después de los años del desparrame de Marcos Baeza, y conocí Cora Bistró, en Providencia, con Manuel Balmaceda al frente. Su cocina, necesitada de un giro de tuerca que perfile su identidad, disfruta del trabajo de Rocío Alvarado con los vinos.

 

Las dos primeras comidas fueron en el Bar Liguria y Boragó. Me alegró ver que los restaurantes de Marcelo Cicali han logrado sobrevivir -a mitad de la pandemia no hubiera dado un peso por ellos- y sobre todo encontrar un local en el que enfrascarme en lo de siempre: arrollado de huaso, porotos con rienda, sopaipillas pasadas y una botella de país. Y más nada. Llegaba a Boragó con ganas y el viento a favor, pero me faltó la chispa de otras veces, como si empezara a no haber sorpresas en una cocina que creció y se creció con ellas. Cansa el enésimo cordero al palo, llamativamente engrasado, en un restaurante que no necesita ese tipo de emblemas. Esta cocina se nutrió siempre de las obsesiones, la constancia y la sempiterna presencia de Rodolfo Guzmán en su cocina. Puede que las batallas de 50 Best, siempre libradas demasiado lejos de Santiago, le estén exigiendo un precio demasiado alto o, ya saben, tal vez no sea por ti, solo por mí, pero me faltó algo. Técnicamente impecable pero frío.

 

Los chicos del barrio

 

Lo mejor de la cocina de Santiago es que ha recuperado la mirada al barrio. Los suburbios exhiben la consistencia que proporciona la cercanía. Javier Avilés se ha hecho fuerte en Pulpería Santa Elvira, una de las propuestas más cuerdas que recuerdo en esta ciudad: cuatro entradas, cuatro platos fuertes y tres postres que cambian cada semana, tres cocineros, una pastelera, tres camareras y una factura más que contenida para una cocina con menos estridencias que sentido común. Matta Sur no es un barrio fácil, pero ha proporcionado acomodo y clientes al trabajo de Javier Avilés. Intuyo que también le trajo cordura. Retornó a Santiago después de dieciséis años en Buenos Aires con el espejismo de los 50 Best en el horizonte, y le cayó encima un baño de realidad que le salvó la cocina. Ojalá que cuando llegue a la lista -llegará, no hay manera de escapar al rodillo de Atila- sea capaz de resistirlo.

 

El otro barrio es Franklin y los mercados crecidos en el antiguo matadero. Ya dieron antes refugio a cocinas jóvenes aunque efímeras. Lo entendieron como el extremo de un trampolín que los impulsaría en saltos que raramente tuvieron buen fin. Hoy ofrece dos miradas diferentes y ambas parecen sólidas. La de los emprendedores que buscan sus mercados como destino estable, entre los que brilla (y mucho) Demo, el restaurante de Pedro Chavarría en El Persa Víctor Manuel. No es fácil dar con él -en la parte dedicada al arte- pero el encuentro con su visión culinaria, avanzada, actual y al mismo tiempo cercana, es de las que merecen la pena.

 

Muy cerca suyo, Willimapu, la cocinería de Cecilia Loncomilla. Recetario popular chilota con referencias interesantes. Desde el milcao, una suerte de pan de papa frito en manteca de cerdo, al pulmay -puchero que reúne carne con mariscos y algas- con paradas intermedias. A un costado del mismo galpón, asomado a la calle, El Franchute del Barrio. Músicos aprovechando la vereda, un camarero capaz de recordar todos los platos de la pizarra con pelos y señales, que de cuando en cuando se arranca con un fragmento de ópera, y una buena cassoluet de pallares como emblema.

 

No disfruté la Factoría Franklin, que viene a ser la otra cara del barrio, en la que solo encuentro una parte de lo que anuncian. Me gustó la propuesta, pero me pareció un tanto impostada, como un gueto injertado en Franklin. Había escuchado tanto de By María que tal vez esperaba más de lo que debí buscar. Gocé sus pickles de durazno, la mortadela de La Fiambrería, un buen café colombiano en Andariego y poco más. La mayor decepción, con mucha diferencia, los desafortunados chocolates de Quintal; necesitan ayuda especializada.

 

Y Pilar Rodriguez en Colchagua, a casi dos horas y media. Su Food & Wine Studio es una referencia valiente y conseguida. Necesito más espacio. Otro día les cuento de ella, los sumilleres y los vinos (por cierto, mucho ojo a lo que hace Nadia Parra en la barra de Pizzeria Gabilondo). Me guarden paciencia.

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