Cristales de sal pura, cristales ahumados, o aromatizados, salmueras…
La Patagonia es una tierra salvaje. No hay mejor definición para describir un territorio donde el ser humano es un elemento difícil de hallar: es la región de menos densidad poblacional de Argentina. Sus interminables distancias, la meseta y la estepa, la cordillera de los Andes, y también los glaciares y sus arroyos de agua pura. Todo es grande y todo parece infinito, con su más de un millón de kilómetros cuadrados, la costa tiene una longitud de 3600 kilómetros, gran parte de ellos inexplorados, y las heladas aguas del mar argentino son prístinas. Durante millones de años se formaron lagunas con agua marina que se fueron secando, produciendo sal natural. Un grupo de amigos de Trelew (Chubut) replican este proceso y crearon Sal de Aquí, una línea de cristales de sal marina de alta pureza que proponen salto adelante en el consumo de ese mineral.
“Nuestra idea es simple: hacer la sal más pura posible”, sentencia Martín Moroni, uno de los creadores de la marca desde Trelew la ciudad patagónica en la que vive. “Vivimos en una tierra donde la sal está en todas partes”, dice refiriéndose al paisaje que lo rodea. El método que usan es sencillo y emocionante: utilizan un camión y una bomba para extraer agua de mar de Cabo Raso, un pueblo fantasma que sobrevive aislado sobre la costa, a un costado de la mítica ruta 1, la única costera patagónica. Allí, el mar no tiene contaminación de ningún tipo, no hay desembocaduras de ríos ni arroyos cerca. “Tenemos un mar muy limpio y sano”, explica Moroni.

No es fácil llegar hasta Cabo Raso, Está a 150 kilómetros de Trelew y la mayor parte del camino es de ripio, con serrucho. Es una huella olvidada, en la que la señal telefónica es una fantasía invisible, que muere en un paisaje desolador. Los choiques (ñandúes), maras y zorros atraviesan la postal. La aventura que significa recoger el agua para producir sal se repite cada cuarenta días con una cisterna que puede transportar 20.000 litros. “Sacamos agua muy pura”, insiste Moroni. La someten al calor durante 24 horas en la planta de Trelew, hasta que los minerales presentes en el agua de mar cristalizan en pequeñas pirámides laminadas.
“La sal que hacemos emula a la naturaleza: los cristales son el resultado de la evaporación de agua de mar, compuesta predominantemente por cloruro de sodio, además de otros componentes propios del agua marina y del lugar de origen”, afirma. El agua es filtrada y se pone en bachas que son sometidas al fuego de forma continua. “Ocupamos cuatro años en investigar y hallar el proceso”, cuenta. Es un proceso único en Argentina. “Logramos la cristalización natural de los minerales que se hallan en el mar argentino”, se enorgullece.

Cada una de estas cocinadas produce 400 kilos de cristales, cada vez más apreciados en el mundo gastronómico; es un producto raro, sólo posible de hallar en la costa salvaje patagónica. No sólo hacen cristales de sal puros. También proponen una familia de productos que tienen el sello del terruño. Envasan los cristales con salicornia, un arbusto que crece en la marisma y cosechan en la misma costa. La ahuman con maderas de árboles frutales del valle, y con wakame, el alga undaria que secan los mejilloneros del Golfo de San Matías.
“No nos gusta lo obvio, queremos hacer cosas diferentes”, explica Moroni. Y lo hacen. A esta línea hay que sumarles los cristales con merkén, el condimento cordillerano de origen mapuche compuesto por ají picante seco ahumado y coriandro tostado y molido. “Nuestras salmueras son una bomba”, comenta al describir un producto que tiene gran aceptación en Chubut. Embotellan el agua de mar concentrada que queda de la cristalización añadiendo tomillo silvestre, ajo, y también con merkén. Fanático de la gastronomía, sugiere: “La carne asada con salmuera de sal marina tiene un sabor único”.

Los cristales de sal marina de las costas vírgenes patagónicas tienen mayores aportes de minerales que la sal industrial, cosechada en salinas tierra adentro. Magnesio, calcio, potasio, yodo y sodio, son algunos de los elementos que hacen de esa sal una fuente rica en nutrientes. “Es una pena que no consumamos todos los minerales que tiene el mar”, sentencia Moroni mientras asegura que existe una demonización de la sal. “Tiene que ver con la evolución de los procesos industriales para el desarrollo de alimentos: comemos productos con exceso de sal”, manifiesta. ¿Soluciones?, por lo menos una: “Comer alimentos no procesados y consumir buena sal”, dice.
“Buscamos sal porque quisimos hacer algo que pocos hacen, y porque nos encantan las costas vírgenes de nuestra tierra”, explica Moroni. Él, Veronica Sincosky y Laureano Cunha planearon la idea en 2008 y tres años después, en 2011, comenzaron a evaporar los primeros lotes. El crecimiento de Sal de Aquí ha sido sostenido. Al principio no fue fácil; el código alimentario argentino no legislaba la producción de sal marina y tuvieron que hacer cientos de trámites para abrir el camino; la provincia de Chubut no estuvo interesada en el desarrollo y debieron limar la burocracia en Buenos Aires, a más de 1000 kilómetros de allí. Pero lo lograron. “No se entendía lo que queríamos hacer, aunque para nosotros era simple: sal pura”, dice Moroni.

“El mundo gastronómico comenzó a interesarse”, cuenta. Cabo Raso es el epicentro de esta búsqueda de la sal marina. Durante cuatro años hicieron allí el Festival de la Sal, un espacio de encuentro entre chefs y el mundo foodie, pero también de los que disfrutan de estar en un pueblo aislado y abandonado que ha ido creciendo con Sal de Aquí. “Es un lugar prístino, está alejado de todo y muy cerca de la naturaleza”, afirma. También es el paraíso para los surfistas, que acampan días en la costa esperando olas de tamaño y calidad.
Cabo Raso fue fundado en 1900 y tiene un puerto natural que fue usado para que los barcos fondearan, cuando la Patagonia era aún un territorio muy poco explorado. Allí esperaban las barcazas que trasladaban la lana de las grandes estancias de un ejido de 100 kilómetros, y las llevaban al puerto de Buenos Aires. El mar era el único dmino para llegar a un pueblo que supo tener 400 habitantes. Luego se consolidó la ruta 1, y en la década de los 70 se construyó la ruta nacional 3, asfaltada, y el transporte marítimo perdió peso respecto al transporte por tierra. El éxodo comenzó y no dejó de crecer hasta que sólo quedó una mujer atendiendo un almacén de ramos generales, en la soledad de la costa. Murió en 1985 y el pueblo quedó en ruinas.

“Fue increíble ver un pueblo tan escondido y abandonado”, dice Eliane Fernández, quien en el año 2007 reconstruyó con su pareja una vieja casona de 1902, levantando las bases de un sueño: hacer un lodge en las ruinas del pueblo fantasma. Refugio Natural El Cabo, así nombraron al hospedaje que proporcionaba la experiencia de estar absolutamente desconectados del mundo. “Siempre tuvimos una profunda conexión con Cabo Raso”, agrega Moroni. Todo lo que se cocina en el lodge, por lo general pescados y corderos, se condimenta con las sales de Sal de Aquí. Imposible más sabor local.
Sal de la Península Valdés
“La búsqueda de sal tiene buenas historias”, cuenta Moroni. Explora incansable la costa en busca de nuevas fuentes salinas. Sus pasos lo condujeron a la icónica Península Valdés, conocida en el mundo por el avistaje de ballenas francas.
Geológicamente, la isla quedó apenas conectada con el continente por el estrechísimo istmo Ameghino. La Unesco la ha declarado Patrimonio de la Humanidad. En este territorio virgen y salvaje existen dos salinas y un salitral, fueron explotados a principios del siglo pasado. Incluso se construyó un tren salero, que trasladaba la producción al Puerto Pirámides, la población que se formó para tal fin. Caprichos de la historia, las salinas y aquel tren desaparecieron y no así el pueblo, el único de la Península, uno de los grandes destinos turísticos de la Patagonia.

“La sal de la Península tiene características propias de un lugar salvaje y natural”, comenta Moroni. Esta sal es fiel representante de su entorno silvestre. Es otra de las locaciones que visitan para extraerla de un depósito de agua de mar que quedó aislado y se fue evaporando a lo largo de millones de años, por efecto de los vientos y el constante sol patagónico. No está lavada, ni secada industrialmente; se trata de una sal de extrema pureza.“Los cristales de sal son un alimento”, reflexiona Moroni.
Los tres responsables de Sal de Aquí se encargan de todo, la búsqueda, la cosecha, elaboración, la venta y la distribución, no existe otra manera para que un proyecto cono este pueda tener éxito. “Queremos mostrar que puede haber otra manera de consumir sal”, sugiere Moroni.