¿No haces nada, Martín?

La memoria del sabor

Recibo un reclamo de Martín en los mensajes directos de una de mis redes: “por qué no se habla de lo mal pagado y explotado que está el gremio gastronómico en Ecuador, la viveza de los seudo empresarios que también se creen semi dioses por tener un restaurante, el poco valor que dan al trabajo y al trabajador acá, hay más falsedad y explotación en las cocinas, se debería hablar de eso”. He añadido unas comas por mi cuenta, para hacerlo más legible; como muchos otros jóvenes, Martín se expresa sin acentos, sin mayúsculas, sin puntos y sin comas.

 

No es el primero que escribe desde Ecuador pidiendo lo mismo, como antes lo han hecho y siguen haciéndolo desde Perú, Chile o Colombia. Todos quieren que exponga la historia de la ignominia que viven, que haga algo. Como si un artículo sirviera para más que pasear las vergüenzas del pirata de turno. En España son más directos, se vuelcan directamente en las redes. Necesitan que todos conozcan la oferta que le acaban de hacer. Puede ser ejercer de jefe de cocina, a jornada completa, con contrato de subchef a media jornada, que viene a ser un tercio del sueldo que te correspondería, o trabajar jornadas sueltas a 20 euros la pieza. Cuando la alta cocina lucha por dignificar su relación con el empleado, una parte del sector tiene subarrendando el departamento de recursos humanos en las oficinas del Capitán Garfio.

 

Respondo a Martín, explicándoles que ya he comentado el tema en alguna columna, aunque luego caigo que fue hace dos años. Yo he cumplido, le miento ¿Y tú?, le pregunto, ¿no piensas hacer nada? Por su respuesta y el fondo de su discurso veo que no irá más allá de mensajes privados como el que acabo de recibir. Ha dado el paso de adentrarse en la espesura del bosque de Sherwood pero no está dispuesto a unirse a los resistentes. Que lo arreglen ellos; yo soy más de sufrir y mirar desde la ventana.

 

La situación de Martín es seguramente tan sangrante como la de otros miles de cocineros y camareros ecuatorianos. No importa de qué restaurantes hables. Sean de los caros, que se van a los cien dólares por cubierto, vino aparte, o los medianos, la nómina del empleado acostumbra manejarse en el salario base, que después de la última revisión quedó en 450 dólares. Hay piratas, también entre los aspirantes a un lugar en la élite, que ni siquiera cumplen con la precariedad del mínimo. Ecuador es un país dolarizado, sin moneda propia, y eso explica en parte el alto coste de la vida.

 

La cifra es parecida en Chile, donde el salario base está en 410.000 pesos (512 dólares), Perú (10225 soles; 278 dólares) o México, que lo ha fijado en 11.74 dólares diarios. La desproporción entre ingresos y gastos es tal que en uno de esos restaurantes, la facturación de una mesa de cuatro permite pagar el sueldo de un trabajador. Los datos son sangrantes. Los empresarios del sector no hablan de sueldos cuando reclaman el compromiso de ese ejército disciplinado que, dicen, habita sus cocinas. Les encanta incluir la épica en la ecuación laboral, incapaces de pensar que un ejército frustrado e insatisfecho sobrevive abonado a la derrota.

 

Resulta que una parte importante del coste de una buena comida no lo paga el comensal, sino el empleado y, más a menudo de lo que pensamos, el productor. Lo explicó con claridad Kamilla Seidler, la cocinera de Lola en Copenhague, en una entrevista publicada hace un mes en 7Caníbales: “¿Por qué la alta cocina tiene que tener un precio que pague el empleado y no el consumidor?”. “Si el negocio no es rentable es que tienes un mal negocio”, decía refiriéndose a la jornada de ocho horas, los días libres, la conciliación con la vida familiar… “Todos estos cambios vienen con un precio. Si tú quieres venir a comerte un plato que ha necesitado 20 personas y 80 horas para prepararlo, el plato te cuesta 1.000 euros. Pero esa persona también tiene una vida, como tú quieres tener una vida, quieren pensión cuando sean viejitos y quieren, de vez en cuando, poderse ir de vacaciones”.

 

Para establecer una comparación, el precio de un menú de Noma equivale prácticamente a un salario mínimo semanal: 592 dólares por 37 horas trabajadas.

 

Son cosas de las que suelo hablar cuando me junto con grupos de camareros o cocineros peruanos, chilenos o ecuatorianos para hablar de sus condiciones de trabajo. En los restaurantes de élite suelen tener el beneficio de las propinas, dinero negro y abundante en la élite de la alta cocina, apenas testimoniales en los comedores frecuentados por una clientela local que en países como Perú o Ecuador no da ni las gracias. Lo normal es que en cada encuentro acabemos hablando de sus ingresos y su perspectiva vital: condiciones de vida, vacaciones, jubilación… ¿Cómo te jubilas si pasaste la vida cotizando por el sueldo base? ¿Cómo estructuras una familia cuando no compartes tu vida con los tuyos?

 

Los chicos como Martín sufren la precariedad y, pongámosle adjetivo, el desprecio casi en cada puesto de trabajo que han cubierto en su vida; tanto que parecen haberse acostumbrado. Se quejan, pero no los veo dispuestos a hacer nada para cambiar las cosas. Cuando hablamos, veo que no conocen palabras que mi generación escuchaba a diario: organización, reivindicación, movilización, sindicato, huelga… A los trabajadores les fue mucho mejor cuando aprendieron a emplearlas: trajeron mejoras salariales, nuevas condiciones de trabajo y beneficios sociales. Lástima que una generación entera las haya olvidado a la misma velocidad que olvidó usar mayúsculas, puntos y comas en sus conversaciones.

 

Si Martín quiere cambiar las cosas, debería dejar de llorar mientras mira por la ventana. A nosotros nos queda una tarea añadida: entender que los restaurantes deben ser más caros. No puede ser que nuestro ocio, nuestras aficiones o nuestros caprichos estén subvencionados por quienes nos atienden.

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