La empresa organiza una feria dedicada a la pizza. Es en Barcelona y aprovecha la previa para anunciar, no podía faltar, su lista de las mejores pizzas de Europa. Pecaron de modestos, pudieron hacerla mundial. Resulta que la mejor pizza continental se piensa, se amasa, se hornea y se sirve en Barcelona. ¿Quién dijo pudor? Casualidad o no, avala la estrategia publicitaria del evento; un ganador reconocible y cercano motiva a la prensa local, y el eco ayuda a vender entradas. A nadie le parece extraño. Es noticia de portada en los diarios, incluso en Madrid. También estaba en Barcelona el primero de la última lista de The World’s 50 Best Bars, anunciada, no lo van a creer, en Barcelona. Que nadie piense mal; se acepta lista como antónimo de juego de azar. Cuando resulta imprescindible, los caprichos del destino coinciden con los intereses de la organización; de un tiempo a esta parte, el destino sobrevive a golpe de patrocinio.
Aseguran que lo de las mejores pizzas resulta del riguroso trabajo y el empeño de mil inspectores, que dedicaron el año a recorrer los hornos pizzeros del continente, probar masas crujientes, o no, verificar salsas, condimentos y toppings, analizar cocciones y horneados, contrastar la información recabada, elaborar fichas, redactar informes… y determinar que los reyes de Europa están en Barcelona. No conocemos los nombres de quienes integran la esforzada legión, y ni siquiera sabemos si existen, pero un detalle tan nimio no puede oscurecer una historia tan bella. Más allá de lo evidente, nada que objetar a la elección de Sartoria Panatieri. Son buenos chicos, tiene un concepto sólido y creíble y su nueva apuesta dedicada a la brasa también llama la atención: hay una lista de asadores pensando si llamar a su puerta. Tampoco me atrevería a desmentir que hacen la mejor pizza de Europa, de Barcelona o del barrio; acumulan reputación.
Pertenezco al grupo de europeos -soy oriundo con derecho a residencia- que no intervienen en la elección de la mejor pizza; la legión de los consumidores silenciosos de pizza. Soy uno de los setecientos cincuenta y un millones, quinientos cincuenta y cinco mil, novecientos sesenta y cinco europeos que no inspeccionan para la lista. Aun así, me atrevería a decir que he visitado tantas pizzerías como muchos de esos mil inspectores. Creo que este año fueron once y aunque cuatro me las sirvieron en Latinoamérica, intuyo que cubro la media.
Hay un detalle chusco. Los promotores de la lista, la feria, la campaña de comunicación, la venta de entradas… han sacado Italia de las fronteras de Europa. La mejor pizza de Europa no es en verdad de todo el continente: Italia no compite. Nadie explica el motivo. ¿Ninguno de los mil inspectores quedaba a mano para darse una vuelta por Nápoles, Turín o Roma? Un detalle nada pequeño que la mayoría de los medios han ignorado. El éxito de los nuestros desata borracheras suficientes para nublar la lectura y la interpretación de las notas de prensa. En pocas semanas copiarán, pegarán y publicarán -copiaremos, pegaremos y publicaremos; este medio también cayó en la trampa– el resultado de algún campeonato del mundo de paellas que veta la participación de paelleros nacionales…. sin sorprendernos de que el ganador trabaje en otro continente y con arroces vaporizados.
Nos encantan las listas. Son el motor que estimula el movimiento del universo gastronómico: denme una lista y sacudiré el mundo.
Vivimos empujados por la necesidad compulsiva de saber quién es el mejor. Esperamos ansiosos cualquier oportunidad para alimentar y engordar el monstruo. Imposible vivir sin ordenarlo todo, establecer rangos definidos, regular la vida, definir jerarquías precisas y seguir la ruta que nos marcan. Ayudan a consolidar el silencio cuando llega la hora de evitar las preguntas. Doscientos años largos después, hemos vuelto al punto de partida: no preferimos lo que nos gusta, sino lo que nos enseñan que nos debe gustar. Desde Grimod de la Reynière hasta la entronización de los profetas de la cocina y los apóstoles de la gastronomía del nuevo tiempo, que viene a ser los influencers, llevamos dos siglos de marea intervencionista, dedicada a decirnos qué debemos comer, cómo debamos hacerlo, donde y cuando podemos hacerlo y en ocasiones hasta con quien es conveniente que lo hagamos. Aceptaron que vivimos un mundo consagrado a los sentidos, pero destierran las emociones de la ecuación que lo define.
El espacio gastronómico nunca estuvo tan regulado y compartimentado. Todo está catalogado y jerarquizado. Las comidas, los platos, los restaurantes, sus zonas de penumbra, el mobiliario, las play list que decoran los comedores -¿de verdad que alguien se cita en un comedor público para escuchar música?-, los curruscos de pan, el delantal de los camareros, los proveedores del negocio, la calidad del agua, la singularidad de los retretes, la selección de alcohol, la precariedad del café. Todo es susceptible de ser clasificado, catalogado, ordenado y proclamado. Siempre hay un lugar reservado para el mejor. Aunque no lo sea ¿De verdad importa que lo sea o no?
A mí me provocan el efecto contrario. Encuentro una lista y siento la necesidad imperiosa de visitar los tugurios que no salen en ellas. Denme una lista y correré a visitar a los ausentes.
Tenemos las mejores croquetas, el mejor cachopo del mundo -¿queda otra cocina tan desnortada, capaz de convertir el sanjacobo, sin caviar, y el bikini, empapuzado de caviar, en referentes gastronómicos?-, la fabada universal, el cruasán que envidia toda la galaxia, la rosca de reyes de referencia… Ya he perdido la cuenta.
No tiene mérito; ni ganar un concurso ni organizarlo. Cualquiera puede ponerle la etiqueta mundial a una competencia. Me bastan tres presuntos especialistas, entre los que haya una vieja gloria con déficit de atención, un grupo de palmeros certificados fungiendo de mirandas, seis finalistas elegidos a dedo, un fotógrafo que inmortalice, un becario capaz de improvisar una nota de prensa y un paquete de direcciones de internet donde enviarla. El resto es cosa nuestra: recibimos la nota, nos la creemos y la publicamos. Es el trile gastronómico: la banca siempre gana, pierde la cocina.
No importa de qué lado te posiciones. La disensión multiplica el eco, como si la indignidad de un nombramiento estuviera entre los argumentos que lo catapulta a la notoriedad.
Las listas se multiplican desde que los de The 50 Best dejaron escapar a Pandora de su caja. Denme una categoría sin lista y lo solucionamos. Cada quien tiene la suya. los mejores restaurantes, los mejores bares, las mejores copas, los mejores platos… un vademécum de la excelencia choni servida por entregas. Me desconcierta la premisa del título en la misma medida que el contenido acostumbra estimular mi escepticismo. Imagino a mis ilustres compañeros de viaje (también a otros para nada ilustres y todavía menos ilustrados) probando todos los bares, todas las ciudades, todas las croquetas, todos los roscones o todos los cocteles y me dan mareos y sudores fríos, que son los peores. Más que trabajo, afición o pasión sería síntoma de desvergüenza y obsesión patológica.
Hace unos meses que tomo notas para mi propia lista. La veo como el anti ranking y me gustaría concretarla en forma de serie: las peores comidas del año, las mejores pìzzas blandiblub, los arroces más desgraciados, las cocinas más desnortadadas, los cocineros que menos pisan su cocina, los peor vestidos… Espero sugerencias; podría tener más entregas que la Bullipedia.