Es como sol embotellado. Carlos Echapresto quita el lacre amarillo y descorcha una de las botellas de hidromiel de alta montaña (13,5%) y sirve la dorada bebida en una copa Riedel. Echapresto, Premio Nacional de Gastronomía al mejor Sumiller de España 2016, completa el protocolo de cata en mitad de un paisaje nevado, a 930 metros de altura. Mueve el cristal para que la luz traspase el líquido ambarino, se lo lleva a la nariz, baja los párpados y, al final, lo paladea. Le brillan los ojos de satisfacción. «Está cojonudo», dice con esa precisión riojana tan universal.
Hemos subido hasta El Santo, una loma en las afueras de Daroca de Rioja (apenas 20 habitantes) para catar hidromiel junto a una colmena de horno con 88 alveolos capaces de albergar otros tantos panales. Vencida tras dos siglos de existencia, la familia Echapresto la restaura ahora. Cada colmena se cerraba por fuera con una tapa redonda de madera de chopo, con una pequeña muesca en la base, la piquera, que permitía el libre tránsito de obreras y zánganos. Las colmenas, de las que había doce censadas en Daroca en 1752, se orientan todas al Sudeste, en otro de esos prodigios milenarios del saber, «para aprovechar al máximo las horas de luz», nos explica Echapresto.

Un sorbo te descoloca el paladar
El hidromiel es una bebida que surge de la fermentación en agua de la miel. Un kilo de miel por tres de agua es la proporción habitual. Sería la primera bebida alcohólica de la Humanidad, anterior a la cerveza egipcia y al vino balcánico: nuestros antepasados fermentaban todo lo que se les ponía a tiro, que había que darle alegría a tu cuerpo, Macarena.
Se trata de una bebida con 12%-14%º, compleja y cambiante, cargada de unos matices que descolocan el paladar y se alejan de los registros conocidos. «Es una elaboración muy gastronómica, la bebida de los cocineros. ¿Por qué? Por su capacidad para combinar con preparaciones que creíamos imposibles de maridar como escabeches y ceviches, alcachofas y apio. También va con la cocina asiática que usa soja y jengibre, con verduras sulfurosas como la coliflor y la lombarda y con pescados grasos como el atún o la caballa. Nos ha sorprendido con quesos curados y con platos de caza. Se adapta a la picosa cocina mexicana de chiles y habaneros y combina hasta con el picante wasabi japonés, algo que no está al alcance de muchos vinos. Es muy versátil para la coctelería. Este mes recibo a un grupo de sumilleres japoneses de Tokio y Kioto», anuncia Echapresto que en nada volverá a Bilbao con sus hidromieles de la mano de On Egin Vinos Singulares. «En mi bodega los trato como vinos, no dejan de ser una fermentación. Hacemos hidromieles secos, semisecos y dulces, con el empleo de nueces«, asegura el sumiller, que los produce desde 2018 y ahora busca hacerse un hueco en la alta restauración.

Abejaruco, el gran enemigo apícola
Pese al frío, algunos botones floridos asoman tímidamente, como tiritando, en las finas ramas de los almendros. Hay matas de brezo y calluna y enhiestas cabelleras de romero de humildes flores azulencas. Vemos guindos, donde las abejas reinas gustan de enjambrar, cerezos y algunos melocotoneros ateridos.
«Los mayores enemigos de las abejas son los abejarucos, las avispas, el halcón abejero y el zorro«, resume Ismael Echapresto mientras caminamos en busca de nuevas colmenas trashumantes. «Vamos moviéndola, buscando que liben en distintas flores, en plantas crecidas en suelos diferentes y a distintas altitudes», indica.
De momento hay hidromieles de Alta Montaña, basadas en miel de tomillo y romero, que presenta «más mineralidad», y de Baja Montaña, con brezo, biércol y calluna. «Son mieles de añada, pero nuestra idea es producir mieles parcelarias, que darán lugar a hidromieles muy característicos, como los crus franceses», sueña Echapresto.

Junto a su hijo Ismael ha dibujado ya un mapa de floraciones y parajes de altura para colocar las colmenas, siguiendo los dictados de la biodinámica. El ingeniero agrónomo, enólogo y apicultor Sergio Sáenz, que elabora hidromiel desde 2014 y es jurado internacional, forma también parte de Moncalvillo Meadery.
«Recolectamos la miel en primavera. Los panales se cepillan, se quitan las abejas y los subimos a la bodega en Daroca. Allí se les retira la capa de cera que cubre las celdillas y se meten en la centrifugadora. Luego, se filtra la miel para quitar las impurezas como polen, alguna pata o alitas. Después, se deja fermentar», dice Ismael Echapresto, apasionado de la montaña y con un grado superior en Viticultura y Enología. Fermenta durante 37 días. «La miel es muy estable. Junto al azúcar es el único alimento sin fecha de caducidad. El propóleo es el mayor antioxidante natural que existe».

Fermentan en frío, siempre en luna ascendente, con el apogeo, porque en esta casa son fieles seguidores de los ciclos lunares en todo; también en el cultivo de frutales, yerbas y hortalizas de su huerta. «El color de la miel de Alta Montaña es más cobrizo. La que procede de la Baja Montaña es más dorada. En el color no intervenimos», dice. El producto resultante se mezcla con el agua depurada que captan en el manantial El Hondo, a 1.200 metros de altitud, el mismo que suministra agua de boca a sus vecinos.
El mosto pasa luego a envejecer en barricas de roble de 225 y 250 litros usadas en vinos blancos de Borgoña y del Jura, en barricas de castaño o en un fudre alsaciano. También prueban aromas nuevos empleando una solera de Jerez (que contuvo el memorioso milagro de un Palo Cortado de 70 años) y de Tokay. «Y queremos traer una barrica de Madeira«, anuncia Carlos. Su hermano Ignacio, con una estrella en Venta Moncalvillo, nos arrima un plato de queso, miel y nueces con el dulce fruto de las abejas trabajado en cuatro texturas distintas. Carlos degüella un experimental espumoso de hidromiel, cargado de mantequillosas lías. Pienso que colmenas usa las mismas letras que comensal. Algo habrá.