Tengo un coche viejo. Vivo en un pueblo muy pequeño y viajo siempre con una garrafa de aceite de motor, un hacha y unas pinzas de batería en el maletero. Ya me conozco sus achaques. Con el tiempo he aprendido a distinguir lo que es su carraspera habitual de los ronquidos o silbidos que auguran algún nuevo catarro tecnológico. Hasta el momento no ha habido helada, bache o rama en el camino que nos impidiera llegar a nuestro destino tan victoriosos como es costumbre. Quien conduce un coche viejo sabe que aparcarlo, y poner el pie en tierra sin percances después de algunos centenares de quilómetros, viene con un escalofrío íntimo de orgullo y triunfo de regalo, como sabe, también, que la mitad de su felicidad y de su paz de espíritu están en manos de su mecánico.
Mi mecánico es un muy buen mecánico. Tiene instinto, es meticuloso, honesto, y si tiene que hacerte un hueco en la agenda por una urgencia, lo hace; y cada vez que me cede las llaves de un coche de sustitución, porque a troncomóbil hay que cambiarle la correa o ajustarle la dirección, las acompaña de un “ala, nena, para que te entretengas con tus compras y recados”.
Su mujer es quien lleva la contabilidad de la empresa desde la garita acristalada de la entrada del taller. Ella hace las facturas, responde los emails, gestiona los pedidos, está al tanto de subidas y bajadas de precio de suministros y materiales, controla la agenda y los turnos de los operarios, atiende a los clientes y contesta al teléfono todas la mañanas, de ocho a una, que es cuando se marcha a recoger a los niños al colegio, a prepararles la comida y la cena a ellos y a su marido, a poner lavadoras, a enviar emails pendientes, a pasar por el banco y por la gestoría, a hacer, en definitiva, lo que sea que haga cuando llego yo a las dos menos veinte al taller y mi mecánico me informa, risueño, que “su mujer ya se ha marchado a hacer sus cositas”.
No diría de Juan que sea un ser con mala fe. La suya no es una malicia rebuscada ni compleja. Juan, mi mecánico, no se da cuenta. Es uno de esos hombres “de los de antes” para los cuales todo lo que atañe a lo femenino cabe en un cajón de sastre de trivialidades curiosas, cositas, rutinas accesorias y pintorescas, compras y recados.
Juan me hace pensar en Quico, el alguacil de mi pueblo, un ser querido por todos. Quico acaba de jubilarse. Hasta hace cuatro días se encargaba de todas las tareas de mantenimiento del lugar. Cosas como reparar las farolas, vaciar las papeleras, echar sal a la carretera en invierno, desbrozar los márgenes de los caminos, reparar los columpios del parque, repartir la correspondencia municipal, colgar los carteles del carnaval y de los festivales del colegio, o llamar al portal de doña Mercedes si ésta llevaba demasiados días sin salir de casa, llenaron su jornada laboral durante décadas. Su mujer, Maria Teresa, era la juez de paz.
En el pueblo hay una sola tienda que hace las veces de panadería, quiosco, estanco, colmado y oficina de turismo, y a la que no se le puede pedir mucho más, pobrecita. Terminada su jornada laboral, Teresa solía coger el coche algunas tardes para acercarse al pueblo de al lado a hacer gestiones, y a menudo aprovechaba para comprar pescado para los vecinos más mayores, pelear por ellos con el encargado de la oficina bancaria o llevar la montura de unas gafas a reparar. Teresa murió hace pocos meses.
Desde ese día, las tareas de las que ella se encargaba han pasado a otras manos, y familiares y amigos íntimos de Quico han estado a su lado para enseñarle a hacer cosas como poner una lavadora, preparar una cena sencilla, sacar dinero del cajero automático, interpretar la factura del teléfono, vaciar el contestador de mensajes o comprar calcetines. Compras y recados, cosas de señoras, como también solía bromear él cuando se pasaba por el bar a tomarse un cortado. Trabajos que hasta ese momento siempre habían sido del ámbito de competencia de Maria Teresa y que ahora, de repente, le hacían sentir pequeño y torpe y convertían su cotidianidad en algo inhóspito e inhabitable.
Antes de ponerme a escribir fui a hablar con Quico, para pedirle permiso. “—Estoy escribiendo algo— le dije—. Y quería hablar de Maria Teresa.”
Le expliqué cómo me parecía que muchos hombres de su generación, hombres como él, habían sido criados de espaldas a todo ese conjunto de quehaceres que por defecto recaían en la mujer al firmar un contrato de matrimonio, ajenos a todo lo que está dentro de esa cajita etiquetada como “compras y recados”, y que por desconocimiento tendían a menospreciar. Le conté que me parecía que, en realidad, todo lo que contiene esa cajita es lo que sostiene la vida del día a día, la corriente, que es la vida entera, en definitiva —¿Qué tiempo, qué vida, existe allende lo cotidiano? —. Le dije que me parecía que, a veces, hasta que no lo perdemos no nos damos cuenta.
“—Cuéntalo. Cuéntalo, porque eso es la verdad, María -me dijo. Y el que diga lo contrario, miente”.