El muchacho me pareció muy joven para el currículum que exhibía. Escuelas de pago (mucho) con más nombre que rendimiento, una maestría de tres meses a 20.000, y una lista de restaurantes que apabulla: estrellas Michelin y puestos de mayor o menor eco en el ranking, distribuidos entre prácticas profesionales y las que cubrían el epígrafe ‘Experiencia profesional’. Ayudaba a un restaurante emergente, tocaba seleccionar un puesto intermedio para el equipo de cocina, tenía en la mano una decena de perfiles y aquel era diferente. Leí más despacio y se apagó la llama: el candidato no había pasado más de tres meses en ningún restaurante: una impresionante colección de referencias casi huecas.
Le convoqué a una entrevista personal; me intrigaba la extraordinaria volatilidad de un historial casi imposible a su edad. Le pedí que me contara de él y su relación con la cocina, y me habló de cuando era niño, de sus juegos junto a los fogones de una tía de su padre, de los sabores que llevaba marcados a fuego en la memoria, de noséqué cosas moleculares, y de esas otras historias que repiten los camareros al dejar el plato en la mesa. Llegado a un punto, hinchó pecho y citó los restaurantes que enmarcaban su vertiginoso trayecto y los nombres de los cocineros titulares en plaza.
Me importaba más escuchar de su experiencia en cada restaurante y lo que aprendió en ellos. Nunca olvido lo que me contaba Ferran Adrià cuando hablábamos de algunos chicos, que exhibían su condición de practicante en elBulli como el cartel de neón que ilumina la fachada de su vida. Me explicaba entonces que algunos stagers que hacían la temporada completa acababan pasando por casi todas las partidas. Para ellos era un aprendizaje completo e intensivo; para los demás, una forma de adornar el historial, mientras ayudaban a sacar adelante el trabajo del restaurante.
La última pregunta fue la más personal. Le pedí una razón, solo una, por la que debía contratar a alguien que no acostumbra quedarse más de tres meses en la misma cocina. Ahí acabó la historia. Elegimos a un candidato con oficio, sin referencias ilustres en su trayectoria, con experiencia en el puesto de trabajo y ganas de tener un futuro estable.
Hay escuelas de pago (mucho) que proporcionan opciones de prácticas profesionales a sus alumnos. El practicante cubre los gastos, salvo las comidas en horario de labor. Tampoco cobra por su trabajo que, salvo excepciones, es el de un pinche. Sustituyen a los antiguos aprendices -cama, comida y poco más, que se alargaba dos o tres años- y es asimilable a la de los becarios de cualquier profesión (abogados, ingenieros, periodistas…). En algunas, los llaman meritorios.
Practicar en un restaurante es un acto voluntario. También es un requisito para obtener la graduación, pero nadie exige que se haga en un gran restaurante: depende más del número de horas que del nivel del establecimiento. Conozco cocinas por las que raramente ha pasado un stager. A cambio, los hay que lanzan campañas de comunicación para captar vocaciones, como si fueran un seminario, y asegurarse la mano de obra que cubra las rutinas del día a día… y limpiar, sobre todo limpiar. Unos pasan la temporada en la cocina, otros la dedican a preparar los banquetes del fin de semana y entre unos y otros los hay que aprenden.
Nadie va a practicar obligado; pueden hacerlo donde quieran, o donde se lo permitan. En estancias largas y en el lugar adecuado, se puede aprender más que en una escuela. Cuando te postulas a un puesto de practicante es porque puedes costear el viaje, la estancia -algunos restaurantes proporcionan alojamiento, otro no-, los desayunos, las comidas de los días de descanso y la pizza con los compañeros el domingo por la noche. Practicar en un restaurante de prestigio es un ejercicio costoso; no está al alcance de la mayoría.
En los años 90 hubo restaurantes, sobre todo en Francia, que cobraban por practicar. No me parece mal, si la relación comercial va en las dos direcciones: yo pago y tú me enseñas mientras trabajo. Es el mismo trato que se establece con las escuelas de cocina, y en la mayoría se aprende mucho menos.
Lo planteaba Nandu Jubany en la entrevista que le hizo Mónica Ramírez durante Madrid Fusión y publicamos el miércoles pasado. En una parte de la conversación, se refiere al aprendizaje culinario: si pudiera ir a aprender a ciertos restaurantes, pagaría por hacerlo. “No me parecería mal que se tuviera que pagar por trabajar en un restaurante único en el mundo”, decía. Titulamos con esa frase y las redes la convirtieron en un campo de batalla. Hubo de todo, también insultos, sobre todo agresividad. Terciado el desparrame, uno que pasaba por allí se quejó de haberse visto obligado a abrir el archivo de la entrevista y leerla para dar contexto al titular. La opinión de Nandu le molestaba menos que el hecho de haber tenido que leer la entrevista. Al resto ni se le ocurrió leer. Me vino a la cabeza lo que me decía hace muchos años un pescador jubilado de Garrucha (Almería) al que llamaban el tiburón: “Ignacio, yo sé que tu escribes y me gustaría leerte, pero lo de leer es más cosa del norte, aquí lo que se lleva es el salir”. En los suburbios del universo culinario se lleva mucho el salir.
Estoy de acuerdo con Nandu. Hay restaurantes que podrían cobrar por proporcionar prácticas y formación real. Me parece una propuesta cuerda, aunque la limitaría a profesionales en ejercicio y con un nivel de conocimiento demostrado. Para poder aprender en algunos lugares, hay que llegar enseñado; no admitiría estudiantes ni principiantes. Muchos restaurantes de prestigio tienen una larga lista de espera para ocupar plaza de practicante en sus cocinas o en la sala. Cada quien atiende a un reclamo diferente: unos quieren aprender y otros buscan una orla dorada que adorne su currículum. No cobran, pero trabajan tantas horas como el personal de plantilla. La reciente aplicación de horarios de ocho horas en algunos restaurantes provoca situaciones paradójicas: a muchos de sus practicantes les gustaría aprender más y tener menor horas libres. Si en mis comienzos como periodista hubiera conseguido un puesto de becario en el New York Times, me las habría ingeniado para pasar allí todas las horas posibles.
Mientras me ocupé de la Escuela de Mozos de Pachacútec, enviamos cada año cuatro o cinco becarios a España, para cubrir la temporada completa en otros tantos restaurantes de primera línea. Nueve meses aprendiendo el oficio a 10.000 kilómetros de casa. Los restaurantes ofrecían alojamiento, comidas y muchas horas de trabajo. Nosotros les pagábamos el viaje, el seguro, la visa (sale cara), y les dábamos algo de dinero (muy poco) para sus gastos personales. Muchos de los que esta semana querían linchar al Nandu lo verán como una atrocidad; a la mayoría de mis alumnos, les cambió la vida.