En 2022, la población mundial alcanzó los 8.000 millones de personas. Un crecimiento exponencial si pensamos que en 1950, hace 70 años, la cifra era de 2.000 millones. Las mejoras en la producción y conservación de alimentos han posibilitado esta proliferación. Por primera vez en la historia hay más personas con riesgo de enfermar por comer demasiado (1.800 millones), que por hambre (700 vergonzantes millones). Con una previsión de llegar en dos décadas a 10.000 millones de humanos concentrados sobre todo en ciudades, parece obvio que una gestión correcta y sostenible de los recursos para mejorar la salud del planeta y sus habitantes, no pasa únicamente por que quien pueda elegir, coma menos carne y más vegetales de cercanía, de temporada y ecológicos.
En este escenario, el mar se perfila como la gran esperanza. Ocupa un 70% de la superficie del planeta y está menos agotado que la parte emergida, aunque distemos de tratarlo con el mimo que merece nuestro último recurso. Una batalla urgente es la de reducir la biomasa que desperdiciamos. Los descartes pesqueros, la pesca dedicada a alimentar especies de cría y los desechos de pescado, no solo son un disparate ecológico, sino un desastre para nuestra salud. Según han demostrado las investigaciones de Shakuntala Thilsted y el World Fish Center, a pesar de que hoy comemos más pescado que nunca, se han reducido de forma alarmante los aportes de calcio, hierro, Omega 3 y otros nutrientes localizados en las espinas, la piel y las vísceras.
Antes se comía más pescado pequeño entero. Hoy queremos filetes limpios. En 2018, Thilsted aconsejó recuperar esas partes en harinas y salsas. En el último Madrid Fusión, Ángel León presentó en una asombrosa ponencia usos deliciosos para esos despojos tan nutritivos. A veces la alta cocina abre caminos al futuro de la humanidad. Esta es una de ellas. Bien por Aponiente.