Cuarenta años no son nada

La memoria del sabor

Somos una generación privilegiada, testigos de un cambio de tiempo único.

Cuarenta años son poca cosa, un suspiro en el curso de una historia en la que los siglos necesitan agruparse para tener entidad propia. También pueden ser muchos, una eternidad, si los acabas de alcanzar o todavía vas de camino. Hablando o escribiendo de historia, cuarenta años son migajas. Lo mismo en la historia de la cocina, siempre que no hablemos de los últimos cuarenta años. Entonces cambia el discurso, porque han resultado los más convulsos, electrizantes, emotivos y dinámicos que haya vivido el ser humano desde que aprendió a cocinar sus alimentos. En cuatro décadas se han registrado más cambios de los vividos ante por la cocina.

 

Acostumbrados a la fusión permanente, vivida a cámara lenta, siglo a siglo, América propició unan revolución imposible de imaginar. El descubrimiento y el intercambio de despensas, trajo la adopción de productos que se harían esenciales: la patata en las despensas eslavas, el tomate y el pimiento en las cocinas mediterráneas, el maíz como nuevo maná universal, el advenimiento del pollo, el cerdo o el cabrito del otro lado del mar, o del arroz, la cebolla, los cítricos… Nada volvió a ser igual en ningún lugar del mundo. Ni siquiera entonces, la cocina vivió cambios tan radicales y en tan poco tiempo como los registrados en los últimos cuarenta años.

 

Tengo la suerte de pertenecer a una generación privilegiada en su relación con la cocina; lo hemos presenciado todo. Somos testigos de un cambio de tiempo único. Llegamos a presenciar el final de la alta cocina clásica, que marcó el ritmo de los doscientos años anteriores, y el nacimiento, desarrollo y casi muerte de la Nouvelle Cuisine. Asistimos a la gestación de la Nueva Cocina Vasca, el movimiento de cocineros guipuzcoanos que siguió la estela de la Nouevelle Cuisine para llegar mucho más lejos. Abrieron otro tiempo nuevo -ya iban dos en una década- y sirvieron de guía para la otra gran transformación, sobrevenida con la incorporación de la ciencia al ejercicio culinario, la comprensión de los procesos físicos y químicos que intervenían en la elaboración de un plato, la alquimia que había detrás de la otra magia coquinaria, que nunca dejó de ser la de los sabores y las emociones.

 

Vimos el imperio de las vanguardias, la creación como obsesión, la búsqueda del más difícil todavía, la caída de los muros construidos alrededor de las cocinas. Y cuando todo parecía haber acabado y nada volvería a ser igual, un iluminado llegado del Perú instaló la revolución social en nuestras mesas. Gastón Acurio nos hizo creer en el poder transformador que entraña el hecho culinario, y entender que cada gesto que hacemos en la cocina tiene consecuencias en el mundo que nos rodea. Y el discurso de la responsabilidad y tras él el de la sostenibilidad se hicieron entre nosotros. También hemos podido ver la transformación de aquellos jóvenes revolucionarios en profesionales clásicos, convencionales y conservadores. El tiempo pasa y no hace prisioneros.

 

Todo eso en cuarenta años. El tiempo para crear y consolidar dos generaciones.

 

Para 1982 se cumplían ya dos años de la primera incursión de la Nueva Cocina Vasca en Madrid, con una cena servida en el Bogui de Carmen Guasp y Ramón Ramírez, que rápidamente saltaron a El Amparo -Bogui se convirtió en Casablanca con Dik Angstadtcasi y luego volvió a ser Bogui Jazz-, donde empezaron con Ramón Roteta como asesor, rápidamente sustituido por Fermín Arrambide (Hôtel Les Pyrénées; Saint Jean Pied de Port). En 1982 estaba a punto de nacer Sobremesa, donde Massimo Galimberti dejaría las cosas claras desde el primer día. Salido a la calle el primer número, despidió al director, un argentino cuyo nombre no ha pasado a la historia: Xavier Domingo le daba duro a Rafael Ansón en una entrevista, y Rafael era cien veces más Ansón que ahora, a todos los niveles y en todos los terrenos. Ana Lorente y Martine Beaulieau, la chica de la barra, andaban en todas las salsas, y desde París, la gran meca gastronómica, llegaban la voz y los textos de Óscar Caballero para poner orden y marcar el ritmo. A Óscar le tocó ser de eslabón entre dos mundos y dos tiempos. Lo más increíble, además de su memoria, ha sido su capacidad para sobrevivir a todo.

 

Francia era la meca soñada, la Gault & Millau nuestra biblia y el mundo se iba llenando de revistas llamadas Gourmet. Yo trabajaba en la de España, y las había en USA, México, Alemania o Italia. Allí, el actor Ugo Tognazzi dirigía Tutto Cucina, Luigi Veronelli mostraba el cambio de tiempo desde L’Etichetta y le daba la vuelta a casi todo con sus guías, mientras un pequeño grupo de iluminados lanzaba La Gola -la copiamos descaradamente para hacer Gran Reserva-, que estaría en el germen de tantas cosas que luego importaron, empezando por Slow Food.

 

En Barcelona se editaba Bouquet, con Alain Kelepikis y Rosana Acquasanta al frente, el Comer y Beber de Jaime Beltrán, y Luis Bettónica y Máximo Fernázdez creaban la que fue la primera agencia de comunicación gastronómica. Hacían un programa, creo que en el circuito catalán de Radio Nacional, llamado El Pipiripao, que luego convirtieron en revista.

 

Era otro tiempo. Para el 85 discutíamos como debía hacerse el corte de los pescados, si en rodajas, a la antigua, o en lomos, como habían empezado a trabajarlos en San Sebastián, o si la merluza en salsa verde debía llegar a la mesa en la cazuela de barro donde se había preparado o emplatarla y evitar que el calor del recipiente alargara la cocción. La becada era, siempre fue, la bella dorada del bosque, pero tenía la notable competencia del hortelano, todavía legal, o las rarísimas palomas de Echalar; las trufas podían servirse enteras, envueltas en lonchas de tocino, como hacían en el Florián de Barcelona, o en hojaldre, como las servían en el Boyer de Reims; en las piscifactorías solo se criaban truchas, y las angulas se pedían por raciones -a la bilbaína o en ensalada- de entre 80 y 100 gramos. Empezábamos a entender el punto del pescado, faltaban años para que se sirviera con el corazón sonrosado, nadie imaginaba una carne de cerdo poco hecha, el berberecho era un producto humilde, más que la navaja, empezaba el reinado del ibérico, oculto hasta entonces bajo la etiqueta del jamón serrano, y se hablaba de Jabugo antes de que supiéramos donde quedaba Guijuelo. La pocha era un producto de temporada y de guisantes lágrima solo se sabía en San Sebastián, y eran el doble de grandes

 

Fue el tiempo en el que la cocina se hizo libre.

 

La casualidad me llevó a presenciar todo eso. En noviembre pasado se cumplieron cuarenta años desde que me incorporé al periodismo gastronómico; nunca volví a ser llamado para escribir de otra cosa. No se me ha olvidado nada: aquella oficina oscura de planta baja y sótano, aquella revista buscando un periodista que no cobrara mucho, pudiera ordenarla y contribuyera a sacarla de las deudas. No necesité exagerar en la entrevista de trabajo; no debían tener donde elegir. No sabía nada de comida, mucho menos de comer. Al mes y poco de estar allí, pasados los apuros de las navidades, hice tres llamadas que me cambiaron la vida. Los destinatarios fueron Jesús Oyarbide, Ramón Ramírez y Luis Eduardo Cortés. Me presenté y les pedí comer con ellos. Me abrieron las puertas de Zalacaín, El Amparo, Jockey y Club 31, les hablé de mi ignorancia (no hacía falta ser un lince para verla) y les pedí que me contaran la comida. Me hice amigo de los dos primeros, comimos y a veces viajamos juntos, y me siguieron enseñando. Cuarenta años después sigo aprendiendo cada día, siempre de gente diferente, todavía intentando descifrar las claves que hacen mágica esta historia llamada cocina.

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