La Bogotá del eterno despertar

La memoria del sabor

Se mueven más que nadie Eduardo Martínez, Antonuela Ariza y Mini-Mal, su restaurante.

Las cocinas de Bogotá están muy vivas. Algunas crecen, otras buscan su camino y las hay, nunca faltan, que han decidido perderse; sigue en su eterno despertar. Hablo de lo que veo en este viaje, que han sido las cocinas que cuentan o pretenden contar, o dicho de otro modo que aparentan o quieren aparentar; las nuevas cocinas -colombianas, latinoamericanas o europeas, da igual- viven un juego de apariencias que se me antoja más que frívolo, a veces suicida. El tiempo obligó a elegir y dejé de lado, no sin nostalgia, algunos comedores que solía buscar por La Candelaria. Escapé también de las viejas glorias, con sus cocinas ensopadas en alcanfor, y del reggaetonero gastronómico -sí, ese-, tan prepotente, tan intenso en sus bravuconadas y tan vacío en su trabajo, sus conceptos y sus trapisondas culinarias.

 

Se mueven más que nadie Eduardo Martínez y Antonuela Ariza, y con ellos la cocina de Mini-Mal, en Chapinero. No se han detenido en los últimos veinte años, mientras agitaban los fogones de esta ciudad. Miraron a su alrededor antes que nadie, sobre todo al bosque amazónico, con curiosidad, decisión y responsabilidad, apostando por lo suyo cuando lo establecido era volver la vista a Francia, Italia, los establos de Oregón o los criaderos de salmón del Chile patagónico. Son dos pioneros, pero se habla y se escribe de ellos mucho menos de lo que se debe, como si reconocer a los que plantaron los cimientos del cambio fuera una nadería. Lo sé y me preocupa: si no estás en la lista, no eres cool.

 

Es de lejos el restaurante que más ha crecido en el Bogotá de los últimos tiempos. He seguido su progresión y los he visto pasar de una mirada primigenia, a menudo cándida, casi inocente, a un discurso sólido y avanzado. Las cocinas de Bogotá les deben el reconocimiento. Por edad y trayectoria, se encuadran con la vieja guardia, por cocina son más jóvenes que nadie. Sin multiplicarse, sin distraerse con aventuras en hoteles o centros comerciales, sin renunciar al compromiso con la cocina. Veinte años después, una feliz novedad. Aprendan, queridos.

 

Tenemos cara nueva en la oficina. Se llama Jeferson García y ejerce en Oda, un restaurante atípico, lejos del stabilishment, en plena zona norte. Es otra de las sorpresas, quizá la mayor de todas, sobre la que escribí hace unos días. Una cocina fresca, diferente y sin deudas, todavía con algunas indecisiones que resolver y un largo camino por recorrer. Ojalá no se distraiga y no derive en promesa incumplida.

 

Voy a El Chato el día antes de que empiece Bogotá Madrid Fusión -un programa apabullante, de los que hace años no encontraba en un congreso gastronómico- para dar con un Álvaro Clavijo que ha superado algunos de sus fantasmas. Quedan atrás aquellos platos tortuosos en los que el producto siempre quedaba oculto por capas de ingredientes, aquellas ideas que a menudo no llegaban a buen término, aquella mirada a veces perdida… Lo encontré hace un año en plena reformulación de su cocina (la pandemia le ayudó a detenerse y pensar) y lo veo ahora en el mejor momento que le he conocido. Todavía con deudas en forma de platos que no deberían llegar a la mesa -el bife paletero, nacido de una carne que no conoce la ternura, es uno- o de concesiones al cliente que no sabe donde se mete. Mucha carnaza incorporada a la carta para contentar, imagino, a quienes equivocan el comedor.

 

También me engancha Harry Sasson; las cosas como son o al menos como me parecen. Otro que ha salido ganando de la pandemia. Le obligó a cerrar cuatro de sus cinco locales en Bogotá -Harry’s Bar, Nemo, Balzac y Club Colombia-, y resultó ser una bendición que le permitió concentrar esfuerzos y atención en un negocio que se muestra cada vez más sólido, y una cocina cada día más cercana. Arepa de huevo, morcilla, palmitos a la brasa, patacones, encocado, el mar definitivamente puesto en valor -mero, calamar, corvina, pulpo, bonito; lástima ese salmón y más que nada esa tilapia ¿qué sentido tiene promover una especie de baja calidad, invasora y depredadora, que escapa de las piscigranjas y amenaza la fauna local?-, buena parrilla… Cada vez más confortable y con ello más interesante.

 

Leonor Espinosa y Laura Hernández siguen el camino comenzado hace año y medio con la inauguración de Leo, enmarcado por esa peculiar dualidad -el comedor de Leo, la sala de Laura- en la que ambas suman. Comprometidas como siempre y avanzadas en sus propuestas, me gustaría verlas superar el obstáculo que se han auto impuesto. Investigan las cocinas étnicas, rescatan las despensas, las hacen suyas y las trasladan a sus platos y sus copas. Su propuesta es de las que merecen la pena, pero hay tantos ingredientes en cada entrega, a menudo en proporciones mínimas, y son tan desconocidos que el discurso del camarero explicándolas se hace interminable, a menudo fatigoso, y no hay manera de recordarlos, del mismo modo que se complica la tarea de identificar sus sabores y registrarlos, incluso de saber como son. Es como un catedrático emérito que no consigue hacerse entender por sus alumnos.

 

Es la hora de las decepciones. La mayor fue Mesa Franca, posiblemente el restaurante más celebrado por el mundillo que encabezan las y los groupies culinarios locales. Me pareció una propuesta revitalizante cuando lo conocí hace dos años. Esta vez solo tomé dos platos, pero no encontré en ellos más que rutina y una distancia rayana en la dejadez. Como si su entrada en la lista, otra vez la lista, fuera una meta en lugar de un escalón. Tal vez el error de Iván Cadena sea creer que cumplidos los 37 puedes haber llegado y no necesitas más. Me lo hace pensar el primer plato que me sirven -brocoli con puré de una variedad de calabaza llamada ahuyama y harissa- y que nadie debe haber probado desde hace tiempo en la cocina. Tanto limón como ahuyama en el puré, una harissa que es completamente ajena a lo que define ese nombre -más bien un chimichurri cargado de más limón- y unos peperoncini -pimientos picantes italianos- que muestran un acusado desprecio por los ajíes que pueblan la despensa colombiana. El sabor del cítrico lo envuelve todo, opacando incluso el del brécol. Un desnortado curry rojo acompañando una corvina pasada de cocción aceleran la salida del restaurante. Decepcionado y sin postre.

 

El Humo Negro de Jaime Torregrosa me provoca sensaciones encontradas. Me pareció un tipo entrañable cuando lo encontré hace un año, recién estrenado su restaurante; apuntaba maneras pero lo vi necesitado de una profunda reflexión. Sigue en ello. El erizo y el ostión que me sirven para empezar el menú anuncian una noche feliz, pero todo cambia a partir de ahí con platos que me resultan confusos y recargados. La oscuridad del local no ayuda mucho. La comida entra por los ojos; hay que poder verla.

 

Açaí es el último que presenta credenciales. Me lo recomiendan algunos cocineros y lo encuentro en un edificio dedicado a la venta de pescado frente a Palo Quemao. Ha elegido trabajar con pesca amazónica, sobre todo piraña y pirarucú (paiche) y se ve que no tiene muy claro el resto del camino, o lo tiene pero no alcanza a concretarlo. Es atrevido y asume compromisos, pero no acierta a darles buena vida. Todo resulta confuso. Necesita viajar, conocer otras cocinas y aprender; sobre todo a dominar las técnicas culinarias básicas. Por lo pronto, le pueden enseñar cerca de casa: Mini-Mal, Oda o algunas referencias en Medellín, Cartagena y Pasto. Con eso resolvería lo más urgente.

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