La cosecha de café está siendo buena en el hemisferio sur, sobre todo en Brasil, cuyo resultado suele influir de forma decisiva en el precio que tendrá en el mercado de futuros, siempre que no se crucen circunstancias críticas, como la guerra en Ucrania. La de 2021 fue una cosecha histórica y los precios bajaron hasta 1.3 dólares USA por libra (medio kilo). En agostó tuvo un remezón considerable por lo de Ucrania y en este momento cotiza a la baja (1.75 dólares). Sin la crisis energética provocada por el conflicto bélico estaría todavía más abajo. La buena producción cafetalera de Brasil es un logro que suele volverse contra el productor: a más cosecha, menos ingresos. Una bendición para la industria -compra más barato, venderá al menos igual de caro- y puesto pie a tierra, una condena para buena parte de un sector marcadamente minifundista, cuyos costes de producción no disfrutan rebajas.
El precio del café en verde -fermentado, secado y sin pergamino- se define en los mercados de futuros, en Londres y Nueva York, y marca las condiciones de vida de los productores, sus ingresos y sus posibilidades de subsistir. Años como 2022 abren la puerta a un tiempo complicado, a menudo dramático, para el pequeño caficultor. Los grandes siempre tienen el colchón de seguridad que proporciona el volumen.
Para el minifundista, el precio de compra acostumbra estar por debajo del coste de producción. Era precario cuando no incluía sus horas de trabajo, las de su mujer y de sus hijos entre los costes de la cosecha; hecha la cuenta como se debe, el balance es miserable. Tanto, que algunas cooperativas peruanas nacidas al calor de los programas internacionales para implantar cultivos sustitutivos a la hoja de coca, han dado marcha atrás. Las hubo que desaparecieron mientras otras redujeron sus actividades y muchos de sus antiguos socios arrancaban los cafetos para volver a la coca, un mercado en alza y sin competencia que además estimula la deforestación.
La salida del laberinto está en la calidad que fundamenta el mercado de los cafés especiales y sus peculiaridades. La primera y seguramente la más importante, que el productor vende por sacos de un quintal -el quintal cafetalero mide el contenido de un saco de 50 kilos-, en lugar de hacerlo por contenedores. Lo permite el desarrollo de un mercado alternativo: coffe roasters europeos, asiáticos, estadounidenses o locales en lugar de los tostadores industriales. Gracias a eso obtiene un alto valor añadido que compensa los costes de producción e incluso proporciona beneficios: lo normal es que el precio triplique cuanto menos el que establece el mercado. A cambio, exige una red de contactos más que consistente y un notable esfuerzo de comercialización.
La venta así, por sacos y pequeñas partidas, aporta otro valor añadido, el del origen. Se sirven lotes tratados por fincas o por variedades, que pueden ser presentados y narrados al consumidor como se cuenta el origen, el proceso de elaboración o la composición de un vino. La suerte del mundo del vino es que es un mercado abierto, con una multitud de pequeños elaboradores que pelean con los grandes, aunque sea en desigualdad de condiciones. También, que cuando se trata de vino, los periodistas del marujeo gastronómico -adjetivo fácil, nivel de conocimiento inversamente proporcional a su atrevimiento, siempre permeable a las consignas del patrocinador- no suelen tener espacio en los grandes medios.
Es muy posible beber cafés decentes -interesantes me parece un exceso- y que “no te claven”, como leí el otro día en una sinsorgada publicada en un diario español. Lo único que tienes que hacer es sacrificar al productor y sacarlo de la ecuación. Un contrasentido en un mercado que vive con las palabras sostenibilidad, responsabilidad, producto y productor pegadas del borde de los labios. La historia no ha cambiado; el productor sigue siendo el eslabón más débil de la cadena. Damos más visibilidad al intermediario que al productor, al rastreador de harinas, quesos, carnes o legumbres por delante del agricultor, el criador o el elaborador. El cocinero no sería nadie sin ninguno de ellos, pero puede aportar visibilidad y, lo haga o no, queda por encima de todos en la escala evolutiva.
No es cuerdo demonizar lo que no entiendes y frivolizar sobre los pequeños tostadores, que cobran entre otras cosas el alto valor añadido que han pagado por los cafés que sirven. ¿Alguien los recuerda? Los había en todas las ciudades hace solo cuarenta años, con sus orígenes y sus mezclas, necesariamente más caros y mucho mejores que los brebajes de los bares y los cafés (en eso no hemos cambiado nada). Ellos son los que tienen en su mano cambiar las cosas, como lo tienen los bean to bar con el chocolate, cuyos precios también son más altos.
El productor de café es el eslabón débil de una historia que se extiende a todos los campos de la producción agraria y ganadera. Hay cocineros y cocineras que nos podrían explicar mucho sobre eso y los compromisos que lo combaten; también los hay que presumen de lo contrario. Si detrás de tanto Km 0, tanta trazabilidad, tanta economía circular, y tanta soberanía alimentaria no está la mejora en las condiciones de vida del productor, no sé para qué hacemos nada. Para algunos, solo es un juego de apariencias; un instrumento de marketing.
La cadena culinaria está llena de eslabones sueltos. El principal de los restaurantes son sus empleados. Empieza a dejar de suceder en los locales consagrados de Europa -con permiso de los practicantes, que en algunos casos significan más de la mitad de la fuerza de trabajo- y a los pocos negocios conscientes y consecuentes del resto del mundo, pero es la norma en cuanto sales del gueto: jornadas de doce horas con sueldos de cuatro, jefes de cocina con contratos de jefe de partida o ayudante, temporadas de verano con tres meses sin día libre… Eso, sin salir de España. De esta parte del mundo, ya está dicho, salario mínimo para todos: precariedad para mayor gloria de las cocinas emergentes. Cada vez es más necesario sentarse en el restaurante con la mirada de un bizco, un ojo puesto en el plato y el otro en lo que le rodea.
También hay cadenas que tienen al cocinero como su eslabón más débil. Pienso en eso unos días después de la ampliación del negocio de los Reed en América Latina. The 50 Best también se ha convertido aquí en The 100 Best; cuantos más sean, más oportunidades para reflotar un negocio que andaba en horas bajas. ¿Decíais que teníamos descuidada Centro América? Os vais a enterar: uno de Salvador, otro de Costa Rica, cuatro de Panamá y cuatro de Guatemala, convertidos de un día para otro en nuevas potencias gastronómicas. Y para que los demás no se sientan menos, cuatro para Ecuador y el descubrimiento de Bolivia: cinco restaurantes entre los 100 mejores. Algo no cuadra. Si tan buenas son las cocinas de estos países, las listas anteriores (la última solo incluía cuatro de estos 19 restaurantes) eran una mierda parcial e interesada. Ahora llegan y se reparten las plazas de forma equitativa. O los votantes son muy buena gente y se ponen de acuerdo para distribuir votos, o su opinión importa menos que las necesidades de la empresa. Negocios son negocios, como decían en la película de los Corleone. La semana que viene recibiremos un mail de 50 Best poniéndonos en guardia contra el autor de esta columna y pidiéndonos un espacio para corregirle. Sucede cada vez desde que me abrieron hueco en la web; soy otro eslabón suelto.