Dos miradas y muchas sorpresas

La memoria del sabor

Los primeros aperitivos que me sirven en Disfrutar llegan a la mesa tres días después de ver como Oriol Castro los preparaba en el escenario de San Sebastián Gastronomika. Son el desarrollo de un trabajo anterior que proporciona masas de una liviandad extraordinaria a partir de la amilopectina, un almidón presente en la patata, el maíz, las legumbres y el arroz (su relación con la amilopectosa es determinante para definir la capacidad de absorción de líquidos, y por tanto de sabor, de cada variedad de arroz). Su mayor virtud es la elasticidad, que la hace maleable y permite conseguir formas como las que tengo delante: redondeadas, planas… En el escenario, Oriol los ha terminado en un microondas aunque también se puede manejar en un horno convencional, con algún cambio en el resultado.

 

No tuve acceso a la parte noble del congreso, que permite probar lo que van mostrando los ponentes, así que estoy de estreno. Dos de ellos son buñuelos, redondeados y completamente huecos: una minúscula cobertura semitransparente rodeando el vacío; un bocado lleno de aire. Es tan ligera que parece que se te va a romper entre los dedos; se desvanece en cuento pasa por los labios. La primera esfera cruje en la boca antes de desaparecer, dejando un sutil sabor a queso. Pienso que es un trampantojo extraño, casi la ilusión de un bocado que no existe, pero está ahí, marcando sensaciones -sabor, textura…- y empujando las emociones. La secuencia se cierra con un bombón de albahaca, instalado sobre una lámina de esta masa aparentemente frágil, que estalla en la boca y pone todo en contexto. La creación y el juego que suscita pueden dar mucho de sí.

 

Es un buen comienzo para una cena que llegará muy lejos y espero desde hace dos años y medio. También es un reclamo que activa unos cuantos resortes: algunos platos, algunas preparaciones se comen, claro, pero también se piensan. Apenas estoy con los aperitivos y he saltado más allá de la ponencia de Oriol en la última edición de Gastronomika, hasta la de hace dos años, en plena pandemia, cuando Mateu, Eduard y el propio Oriol transmitieron su presentación desde el restaurante, en riguroso directo, o en las de los últimos Madrid Fusión. Tal vez se me pase alguna referencia o haya algún salto sin registrar, pero podría jurar que cada vez que se suben a un escenario traen una técnica nueva o una propuesta innovadora, como la de la mesa compartimentada de hace un año. Un día nos mostraron las burbujas sólidas y luego fueron llegando los vinos desalcoholizados, el pan aireado, las tempuras sin aceite, el pan con mantequilla, la multiesferificación…

 

Su presencia en los congresos ayuda a devolver la ilusión, a veces solo durante los treinta o cuarenta minutos que dura su intervención, por una cocina -tal vez fuera mejor hablar de una forma de entender la cocina- que ha ido desapareciendo. Con ellos sigue abierta la puerta de la fantasía. Están entre los últimos sobrevivientes de una generación que puso patas arriba el universo culinario y cambió el rumbo de la historia. Con las cosas mayoritariamente de vuelta a los viejos cauces, siguen demostrando que el avance sigue siendo posible y estimulante, y que esa genial fábula culinaria construida entre finales del XX y comienzos del XXI sigue teniendo todo el sentido.

 

Voy disfrutando de creaciones que de tan vistas van pareciendo clásicas, como el panchino relleno de caviar y crema agria -pura calidez y cercanía-, o las burbujas sólidas de mantequilla, que dejan claro por donde siguen manejándose las cosas en este comedor urbano de los ¿últimos? herederos del tiempo que entronizó El Bulli. La cocina, como el ser humano, es el resultado de lo que se ha vivido. Lo digo por los nuevos revisionistas, tan empeñados hoy en negar lo que no vivieron y nunca han intentado entender.

 

La secuencia de platos pone pie a tierra con un suculento empedrat de merluza con almendras -los frutos secos, la almendra, el piñón y la nuez son referencia recurrente en el menú que están sirviendo- y se dispara llegado el multiesférico -secuencia concatenada de esferificaciones- de sepietas con guisantes a la catalana, un plato cercano, exultante y pleno. Si no fuera por lo que tengo por delante, pediría repetir. Me pasa lo mismo con el pichón. Lo han reposado en amasake, kombu y Laurencia antes de servir media pechuga, sangrante, plena de sabor, envuelta en una salsa densa y sabrosa que llena cada recodo de la boca.

 

El menú me devuelve, plato a plato, a lo largo de una treintena de entregas, a la ilusión de la cocina. Ya no me pregunto cómo lo habrán hecho, como sucedía en los tiempos de El Bulli y algunos de los que le siguieron la estela, porque el secreto no existe; está a la vista en internet. Pero con ellos se siguen comiendo los sueños.

 

Descubriendo a Josean

Visito Disfrutar una semana después de dar en Bilbao con otra gran sorpresa, que viene a ser el descubrimiento de Josean Martínez de Alija y su nuevo Nerua. A simple vista es el mismo de siempre: idéntica estructura, las mismas mesas con la misma mantelería, una decoración concretada en la ausencia de decorado, la cocina frente a la entrada, la minúscula barra dominándola. Pero llegado a la mesa, nada es como lo conocía. Ni mejor ni peor que el Nerúa anterior a la pandemia, solo diferente.

 

Como en tantos restaurantes, el equipo de sala no es el mismo. La pandemia desarticuló las plantillas y cada quien afrontó la reconstrucción como pudo. Es un equipo más joven de lo que conocimos, pero no es lo que importa. Me impresiona ver un restaurante nuevo, siguiendo caminos recién estrenados que en algunos casos no parecen tan nuevos, pero lo son. Es nuevo encontrar un menú degustación de 85€, sustituyendo a otro que casi le duplicaba el precio; insólito en un mercado que vive una escalada de precios que se acompaña con notas de suicidio prendidas al borde del menú. Una muestra de cordura imprescindible para un restaurante decidido a recuperar la relación con el público local, por encima de la que mantenía con el turista gastronómico de una sola visita.

 

La cercanía lo es todo en la nueva mirada que ofrece Nerúa. No debe confundirse con simplicidad; en la cocina de Josean Martínez de Alija no hay, nunca hubo, nada simple o sencillo, aunque aparente serlo. Detrás de cada plato hay más trabajo del que muchos profesionales están dispuestos a invertir en una preparación. Puede ser la merluza, frita en un rebozado impecable, con el estimulante contrapunto de un trozo de pimiento de Apurtuarte confitado, perfecta de punto, familiar y serena, o el mismo pimiento (también de Apurtuarte, salvado de colgarse a secar para trabajarse en fresco) relleno de bacalao al pil pil, devolviendo a la vida el viejo pimiento relleno, un clásico de la cocina de los ochenta y noventa. “Me comería una fuente entera”, anoto en la agenda junto al nombre del plato. Es un bocado espectacular.

 

Hay tanto trabajo y tanta sorpresa en ese plato como la que encuentro en dos viejos conocidos resucitados para el menú: los tomates cherry con aromas de hierbas aromáticas o la berenjena asada. Nació en 2009, volvió al comedor en el año 2013 y reaparece exultante diez años después, impactando con cada bocado. El toque de regaliz, la untuosidad de la crema de yogur y aceite de oliva… Un platazo.

 

El resto es nuevo y viejo al mismo tiempo. Gozo la ventresca de bonito con jugo de tomate asado como si fuera la última creación del taller de Alija. En cierta forma lo es. La precisión del punto de cocción, la delicada untuosidad de la carne, la elegancia del bocado, o el equilibrio de la composición lo trasladan al terreno de la sorpresa. Lo mismo pasa en el chipirón con salsa de aceituna negra. Más que un plato, un espectáculo: prácticamente crudo, tibio, tierno, iniciático, dócil… Luego está la bogavanta a la brasa con sus huevas. Un bombazo estallando en la boca. Potente, apenas atemperado, intenso y elegante. O los callos con patas y morro. Una sorpresa dentro de otra mucho más grande: la de la nueva vida de Nerua.

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