No soy periodista gastronómico y nunca creí serlo. Me gusta pensar que ejerzo el oficio de periodista y que por un estrambote vital ese ejercicio se concreta alrededor de la cocina. Por eso me presenté durante casi toda mi carrera como periodista culinario. Me parece un término suficientemente amplio para explicar lo que hago: escribo y opino sobre lo que rodea al universo de la cocina, que incluye todo lo que afecta al hecho alimentario y el marco de las emociones ligadas al acto de comer. Empiezan en el entorno natural, el medio en el cual crecen o viven los productos que luego cocinamos y consumimos, para seguir por el propio producto, el productor que lo hace posible, el responsable de la transformación de la materia prima en productos elaborados, el cocinero como trámite intermedio, el restaurante, el comensal y el entono social, económico y político que condiciona todo lo anterior. Después de todo eso llegan las emociones nacidas y crecidas alrededor del acto culinario.
De ser cierto, lo nuestro se dividiría en dos partes, lo que afecta a lo cotidiano y los detalles que lo hacen extraordinario: una cosa es comer, alimentarse, y otra aparentemente diferente comer bien. Unos son comensales y otros ejercen de gastrónomos, contagiando lo que tocan. Sus restaurantes son tan gastronómicos como los proveedores que los abastecen, las bodegas a las que compran vinos, sus medios informativos -revistas gastro, gastro webs, gastro radios, gastro blogs, gastro agencias, gastro comunicadores-, los negocios -gastro, claro- que los alimentan o nacen de ellos y, por supuesto el cocinero de referencia, el faro que nos guía entre las turbias aguas del mal gusto. También son gastronómicas las consecuencias: gastro empacho y gastroenteritis.
La primera vez que escuché de la categoría de gastronómico aplicada a un restaurante fue por boca de Sergi Arola. Debió ser en televisión o en alguna entrevista en un periódico (entonces fue que lo leí, en lugar de escucharlo), cuando todavía ejercía de semidiós en su condición de dos estrellas Michelin en La Broche. La empleó para diferenciar su restaurante estrellado de otro de sus negocios; pudo ser el local que llevaba en el Hotel Arts de Barcelona o algún otro. Creo que por entonces no andaba en otras aventuras locales, aunque fuera de España las tuvo a espuertas: India, Chile, Brasil, Francia, Suiza, Portugal… Nunca entendí que asesorando o dirigiendo tantos restaurantes en tantos lugares del mundo no le llegara para pagar la seguridad social de La Broche.
La referencia de Sergi fue breve, pero suficiente para un descreído. Sucede lo mismo cuando escucho algo cuerdo o soy testigo activo o pasivo de una solemne tontería; enseguida aparecen las preguntas. Me pareció extraño que Sergi distinguiera La Broche -su restaurante gastronómico, en el que, por tanto, se comía bien o se disfrutaba comiendo- de otro en el que sucediera lo contrario. ¿Alguien abre y mantiene un restaurante con la intención de no cocinar bien, o en todo caso lo mejor que sabe? No sería cuerdo. Pensé entonces que la diferencia estaría en el precio. ¿La Broche era gastronómico por ser caro y el otro no lo era por ser menos caro? Tampoco me cuadraba; Arola nunca fue barato, en todo caso apañado dentro de los caros. Nueva pregunta: ¿El precio puede definir diferentes estados de lo gastronómico: semi gastronómico, un tercio gastronómico, poco gastronómico o gastronómico de conveniencia? Desde entonces escucho la palabra gastronómico y se me ponen las orejas de punta.
El término se ha hecho popular. Tanto que ha opacado, al fin, la manjarosidad, esa abominación lingüística puesta de moda por alguien muy necesitado de lecturas, cultura y el vocabulario que siempre viene con ellas. La manjarosidad dio lugar a algunas preguntas decisivas para el crecimiento de la gastronomía (acepción genérica, relativa a la disciplina). La principal de todas, ¿lo manjaroso nace o se hace?, sigue sin respuesta, como la conjetura matemática de Collatz, formulada en 1930 y todavía en lista de espera. Otra, ¿la manjarosidad afecta a la materia o al espíritu? Gastrónomos en estado puro, divino tesoro.
Se lo leo a muchos compañeros -lo de gastronómico; manjarosidad y manjaroso quedaron para los psiquiátricos culinarios-, entre ellos algunos colaboradores de 7Canibales, que sitúan la esencia de lo gastronómico entre las zonas nobles de las estrellas Michelín y las catacumbas de 50Best. Si no tienes estrella, puedes dar de comer bien, pero no eres gastronómico. El restaurante pintón, tampoco, y mucho menos el bar del barrio. Todos condenados. Metidos en estas harinas (seleccionadas), se diría que el título lo otorgan los inspectores de la Michelin, anónimos solo para algunos, y los votantes de 50 Best, anónimos para todos menos para las cuatro agencias de comunicación gastronómica que mercadean con sus nombres. Repsol, sus soles y todas sus ocurrencias siguen sin contar. Si no hubiera tanto periodista ejerciendo de presunto inspector, y tanta invitación para viajar, alojarse, comer y de paso asistir a la fiesta de entrega de soles, pocos sabrían que existe.
Estoy de acuerdo con la definición del diccionario de la Real Academia Española -solemos utilizarlo cuando nos conviene y esta vez rema a favor de corriente- referida a gastronomía: el arte de preparar una buena comida, además de la afición al buen comer. También describe una tercera acepción: conjunto de platos y usos culinarios, dice, propios de un determinado lugar. Visto así, hay un sentido general: gastronomía francesa, andaluza, o catalana. Luego hay una gastronomía selectiva, aplicable a quien cocina bien o come igualmente bien. Los que saben cocinar y comer tienen la llave del buen gusto. Queda saber qué es comer bien y puestos a ello, establecer quien lo decide.
Entiendo la comida como una fuente de emociones. No todos comen para disfrutar, pero la inmensa mayoría disfruta comiendo. Sea el bocado más humilde o el menú más elaborado, el ser humano disfruta comiendo. Para algunos, un trozo de pan seco es una conquista placentera, aunque momentánea, en su guerra vital contra el hambre. La certeza de la supervivencia, la sensación de vencer al hambre, el saber que vas a resistir un día más, también son gozosos. Una ración de gambas congeladas de tercera es un bocado emocionante y recordado entre quienes no se lo habían podido permitir antes. Un sandwich de jamón y queso pasado por la plancha y emborrizado de caviar es una demostración de poder, además de una boutade hortera que delata la cara más perversa y paleta del placer. Las endorfinas no se disparan por lo que comes sino con los 190 euros que cuesta la pieza. Seguro que algunos repiten sin hambre. Unos disfrutan con lo que muchos nunca comerían y otros lo hacen con lo que la mayoría nunca podrá comer, pero todos gozan comiendo.
No sé qué es comer bien. Sé lo que significa para mí e imagino -interpretar e intentar entender son parte de mi trabajo- por donde se maneja una parte del mercado. Tampoco entiendo que nadie pueda decidirlo por los demás. Cada uno tiene sus propios gustos y nadie puede decirle qué le debe gustar. Cada quien entiende la comida de una forma y la disfruta en un marco diferente. El bar de barrio también es gastronómico. Quienes lo frecuentan disfrutan con los calamares fritos, la ensaladilla o los boquerones en vinagre que a otros les disgustan.
Me gustan los pescados en un punto jugoso y meloso, casi crudos, pero conozco a mucha gente que siente repugnancia cuando se los sirven. Ningún presunto gastrónomo los hubiera comido así hace solo cincuenta años, del mimo modo que no hubiera aceptado una carne de cerdo o de vaca cruda, todavía sangrante. ¿La gastronomía, el acto del bien comer, puede implicar un ejercicio de masoquismo o provocar repugnancia? Si el buen gusto es un concepto cambiante con el tiempo, las latitudes y los individuos ¿Quién lo regula y establece las normas? ¿No será más bien cuestión de modas y tendencias? ¿No se trataba de gozar y pasarlo bien? ¿Es una simple fuente de emociones que puede mostrar tantas caras como individuos, o lo importante es que sea exclusiva, solo nuestra, y nos haga sentir poderosos? ¿Seguro que solo se trata de disfrutar?