¿Qué comen los críticos?

La memoria del sabor

Aterrizo en Madrid dispuesto a rellenar algunas casillas de esa suerte del juego de la oca que es el paisaje de la restauración española: ver cocinas que no conozco, visitar restaurantes nuevos (tampoco tantos, tienden a repetirse hasta en el vestuario del personal), cubrir alguna laguna histórica, como la de las mil marcas del grupo Dani García, caer en el pozo, volver a la casilla de salida… La necesidad se hizo más determinante después de pasar una parte del invierno austral contemplando el verano español a través de la ventana de las redes, lo que equivale, entre otras cosas, a seguir con todo detalle el desfile de críticos por los nuevos restaurantes de Dani García en Marbella. Lo normal fue verlos bailar un tanguillo y un par de bulerías antes, durante y después de cada comida. Se repetían tanto que parecía requisito indispensable para ser invitado.

 

Los leo después y me emociona casi tanto el espectáculo gastronómico que recoge su relato como la tremenda mano que demuestra un cocinero en estado de gracia permanente. Lo describen como un personaje capaz de conquistar la excelencia sin importar el palo que toque o el terreno que pise: brasserie, francés clásico, japonés, italiano, leña, humo, mar, tierra y cielo. Echo de menos un coreano -hacen furor en New York-, un chino y un magrebí; hay público y críticos para eso y mucho más. Sea como sea, en el imperio García nunca se pone el sol. También se hace cierto lo que contaban en China de los propios chinos: comen (en este caso cocinan) todo lo que vuela, salvo los aviones, todo lo que flota, menos los barcos, y todo lo que tiene patas, con la excepción de los bancos del parque y los sofás isabelinos, siempre indomables.

 

Me quedé hace demasiados años en ese Dani García de las estrellas Michelín de ida y vuelta -¿Por qué no me las das? ¿Ahora me las das? Te vas enterar, lo cierro. Pues ahora te enteras tú: te regalo otras dos. Dame un abrazo, sin rencores, y volvemos a la casilla de salida- y decido empezar por lo básico. El lunes a mediodía me siento en Lobito de Mar con un amigo que ha reservado a su nombre. Es lo indicado cuando quieres ver como maneja un restaurante la relación con el cliente, y comer en igualdad de condiciones con el comensal de cada día. Lo hacía mucho antes en Central, el restaurante de Virgilio Martínez en Lima, cada vez que la prensa local aireaba los nuevos platos del menú o, directamente, la vibrante enjundia del nuevo giro dado a la cocina. Luego resultaba que, llegado sin avisar, el menú era el mismo que el año pasado, y el anterior, y el otro… Algunas cocinas se mueven según quien se siente a la mesa o como sea el invitado. Los hay incluso con decorado de cartón piedra a la medida y discurso diseñado en el despacho de una agencia de comunicación. Funciona; siempre hay quien se lo cree. Lo normal es que tengan éxito y acaben ocupando un lugar de honor en los fastos culinarios del año.

 

Lo que encuentro en Lobito de Mar no guarda relación con lo que cuentan los mejores amigos del cocinero -cómo le gusta al nuevo periodismo gastronómico, y a parte del viejo, codearse con el cocinero como quien se junta con su padrino de boda- después de las visitas del verano.

 

La comanda es sencilla: ensaladilla con anguila ahumada, una suerte de tortilla vaga de gamba blanca terminada en mesa, dos salmonetes y un gallo pedro a la parrilla. No pasan tres minutos antes de que la jefe de sala vuelva para enseñarnos el gallo pedro y dos cigalas de tronco. Se acabaron los salmonetes y sugieren cambiarlos por ellas. Calculo el peso a ojo y, cinco euros arriba o abajo, el precio de la pieza duplica al del salmonete. Mejor lo dejamos. Empiezo a sentirme como el anfitrión de una mesa de trabajo en la vieja Dorada de Félix Cabeza, no importa si estabas en Madrid o en Sevilla. Nada más sentarse los invitados, dejaban sobre la mesa fuentes de jamón, langostinos y gambas que nadie había pedido… y nadie se atrevería a rechazar delante de un cliente o un posible cliente. También me lo hicieron con un plato de jamón en el viejo Jockey, ya en su fase más decrépita. Me dolió más el corte del jamón, que parecía rematado con hacha de leñador, que el monumental sablazo.

 

Los temores se confirman cuando llega la sumiller. Tengo capricho de un blanco seco, con estructura, de esos que agradecen un poco de temperatura, y se lo digo. Sugiere un Alsacia mineral: 360 euros la botella. Hay quien sabe entender al cliente. Elijo algo más terrenal y vuelve con una botella distinta a la que he pedido. Casualmente, su compañero vendió hace tres días la última muestra del vino que me apetecía, pero tiene esta que me va a encantar. Al fin y al cabo, ¿qué son 65 euros más? Recuerdo las cigalas y pienso en una extraña epidemia. Me resisto a pensar que es intencionado, pero durante un micro segundo me pasa por la cabeza la imagen fugaz de Curro Jiménez; no sé en qué estaría pensando.

 

Pasan la ensaladilla, apañada, una tortilla que se maneja en la precariedad, tirando a seca, y llega el gallo pedro. Lo enseñan, lo filetean y sirven los platos: un lomo por comensal, parte de las agallas para cada uno, la molla de un cachete en cada plato y lo sirven. Está seco como nunca se debe servir un pescado. Tal vez nos están castigando por rechazar las cigalas. Los platos vuelven a la cocina entre condolencias popias de un funeral de estado, y nos compensan sin pedirlo con unas croquetas de gambas que compiten con el gallo pedro por ser lo peor de la sesión. La cuenta incluye los 104 euros del pescado que no pudimos comer. Al día siguiente, un colega me explica que el restaurante tiene problemas para encontrar buenos profesionales de sala. No creo que sea así. Más bien hay alguien vestido con antifaz acechando en un despacho del local.

 

La historia tiene siempre dos caras, que esta vez no son solo las del crítico y el restaurante o la del cliente y el cocinero, sino las que enfrentan la experiencia del comensal con la que vive el crítico en algunos restaurantes. Cuando piensas en ello aparecen algunas preguntas ¿La experiencia del cliente es igual a la que motivó la crítica que le empujó a ir al restaurante? ¿Comen los clientes de esos restaurantes lo mismo que los periodistas que los visitan? Esta vez, la respuesta es no. En muchos diría que sí, en otros no sabría decirlo. En cualquier caso, sigue el goteo de preguntas ¿No seremos cómplices, a menudo activos, de un gran engaño? ¿Merecen las visitas guiadas algún tipo de contención, aunque solo sea en los adjetivos?

 

Pongo la mano en el fuego por cientos de cocineros y restaurantes que he visitado y sigo visitando desde que hice la primera comida profesional; en noviembre hará cuarenta años de eso. También soy consciente de la cantidad de atajos fáciles que se toman el día a día de un restaurante, o de los que se busca un gremio, el nuestro, cada vez peor pagado, cada día más carente de medios que respalden el trabajo del profesional y paguen sus facturas, a cada comida más a merced de la generosidad interesada de unos cocineros y la manipulación de otros. Es un buen momento para pensar en ello y discutirlo. Nos va el oficio.

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