Últimamente salgo poco a comer en Lima. Muchos de nuestros viejos restaurantes me resultan tremendamente aburridos, y cuando veo las cartas de los nuevos se me quitan las ganas de intentarlo. Ya eran tediosos hace diez años, cuando todos trabajaban los mismos treinta platos -ceviche, tiradito, causa, caucau, ají de gallina, sudado, lomo saltado…- ignorando y ocultando al mismo tiempo uno de los recetarios más amplios, emotivos y diversos de la región. Lo son también ahora, cuando los nuevos restaurantes han abandonado la mayoría de esos platos para hacerse fuertes en el Josper y esa suerte de víctimas propiciatorias que acaban siendo sus compañeros de viaje en las nuevas propuestas de la modernidad. Ahí están el bao, la pizza, el tartar, la hamburguesa, el taco, la pata de pulpo o esos arroces que, perpetrados a quinientos grados centígrados, consiguen el milagro de la transformación del grano en un engendro que exhibe el exterior desecho y el corazón descaradamente crudo. La historia ha dado un giro tan radical que llama la atención y tan extendido que empuja al aburrimiento.
Me aburre la omnipresencia del tartar. No hay mesa que se precie sin tartar, da igual la forma que tome; es el huevo a baja temperatura de los años veinte. El otro día me sirvieron uno en Lima hecho con la carne picada a máquina: baboso y pastoso hasta decir basta. La gente lo trasegaba feliz. También he visto perpetrarlo ligeramente pasado por la plancha. La vieja historia del cliente reclamando –“camarero, este tartar está poco hecho”- es real, y tiene sus protagonistas menos pensados dentro de la cocina: diez segundos más y aquel tartar hubiera pasado a la categoría de hamburguesa al punto. Hay ejemplos de lo contrario, pero la normalidad se define en el campo de las mayorías.
También aburren nuestras glorias de la alta cocina, tan predecibles y tan rutinarias, con sus menús degustación fijos para un año y medio o más. Los pensaron para un turista de una sola visita, al que todo le parece nuevo y sorprendente, pero pocos piensan en los que seguimos aquí, fijos en plantilla; la sorpresa que merece la pena es la que provocas a quien te conoce y te visita con frecuencia. El trabajo creativo, el ejercicio de la imaginación, la mejora técnica… se pierden al mismo ritmo que la ilusión del cliente. La rutina es una de las madres del aburrimiento.
Me aburrió una parte de mi última visita a Buenos Aires. Tanto joven que juega a disruptor y repite durante años las mismas travesuras que cuatro temporadas atrás eran gamberradas: idénticos guiños a la grada, y tanto profesional que juega a imitador, haciendo suyos enredos culinarios que a estas alturas peinan canas y anuncian ese principio de caspa tan popular en los comedores del quiero y no puedo.
Y me aburro en mis viajes por España. Tantas ideas repetidas, tantas fórmulas masificadas, tanta vuelta a lo mismo, tantos menús croqueta, rebozándose eternamente en la misma cobertura de rutina: tartar (otra vez), tortilla vaga (pobre Sacha), ceviche, tiradito, teriyaki, carpaccio, hamburguesa… Tanto producto de lujo apócrifo, tanta gamba roja que vi pescar en las playas de Manabí, en Ecuador, y treinta horas después se asomaban a los instagram más cantosos de la Costa del Sol, siempre exhibiendo una escueta descripción: “productazo”.
El aburrimiento es una emoción que anida con fuerza en las cocinas. De alguna manera, abre el camino que las acerca a la vencidad del abismo, mientras anuncia que lo peor está por venir. No me atrevería a decirle infierno, aunque es probable que lo sea: para los clientes, para los empleados, para los proveedores y, más a menudo de lo que imaginamos, para los propietarios. El aburrimiento del cliente solo es el preludio de algo más grande; más que una advertencia, es un anuncio de lo que está por llegar.
Me aburren hasta el hastío los maridajes forzados, los que se marcan porque sí, porque es lo que toca, sin entender bien de que se trata la historia, y acaban resultando absurdos, si no demenciales, en todo caso mediocres.
En un restaurante de Quito me trajeron no hace mucho a la mesa las seis botellas del maridaje, para mostrarme en qué consistía. Pensé que era una excentricidad más, o uno de esos alardes con los que de vez en cuando nos sorprenden en los comedores latinoamericanos, pero un rato después la mesa de al lado pidió la carta de vinos y les trajeron las mismas seis botellas, acunadas en brazos del jefe de sala. Era la carta de vinos. No había más. Todas venían del mismo distribuidor y es muy posible que el restaurante hubiera comprado en bloque para mejorar el precio. ¿La relación con los platos? Bien, gracias, aunque tampoco importaba tanto; lo frío, frío y lo caliente también.
Las ausencias también afloran con el aburrimiento. Cuanto más me aburro en un restaurante, más largo se me hace el tiempo que pasa entre plato y plato, y más echo de menos lo sabores que se me han ido perdiendo. Sobreviven recluidos en los pocos cuarteles de invierno que les van quedando y se les extraña cada día un poco más.
Echo de menos las patatas a la riojana y la sangre guisada, el hígado encebollado, los sesos rebozados, la porrusalda y la sopa de morcilla. A veces sueño con un banquete en el que conviven el puchero de garbure (¿primera vez que escuchan? busquen en la Wikipedia), las sopas de ajo costradas, unas migas sin uvas pero con sardinas, un cuenco de porra antequerana y una cazuela de morros de ternera en salsa, y me despierto sudando, como recién salido de una pesadilla, y los bajos en plena erupción.
Me mientas el salmorejo extremeño, la sopa de almendras, las patatas en salsa verde, el caldillo de perro, las madejas a la parrilla, el ajo colorao, el atascaburras, los caracoles con jamón, la olla gitana o las borrajas con patatas y me dan vahídos. Ni sé cuánto hará que no me los encuentro, versionados o no, en una cocina pública. De ahí al desmayo solo media una cuchara. Algunos los puedo encontrar todavía si viajo y me busco embajadores locales enterados, pero pasan a la condición del rescate culinario.
Extraño una cocina que me trae emociones tan íntimas que devienen especiales, las que me importan cuando llego a la mesa: placer, excitación, incertidumbre, plenitud, inquietud, dolor, sorpresa, turbación, agrado o desagrado en lugar de superioridad, exhibición o prepotencia, que también son sentimientos, aunque para concretarse y justificarse necesitan ser anunciados a voces. Sin exhibición pública, no son nada.
Leí hace unos meses a Jordi Vila, comentando que la cocina de Adrià era la de la sorpresa mientras la de Santamaría era la de las emociones. Bien pensado, la sorpresa también es una emoción, que además abre la puerta a nuevas turbaciones, y el aburrimiento es una de ellas.