Tienen un concepto por desarrollar: langostino de almeja, atún de lenguado, sardina de calamar, ossobuco de navaja…
No ha pasado mucho tiempo desde que en España se debatía sobre la naturaleza del boquerón y la anchoa, entendidas a menudo como pescados distintos. Sucedía sobre todo del Ebro hacia abajo. La primera parte de la historia argumentaba que la anchoa era una especie que habita el Cantábrico y el Atlántico, mientras el boquerón era otra, pescada en el Mediterráneo. La segunda se refería más a la preparación: las anchoas venían en lata y se conservaban en aceite y los boquerones se freían o se preparaban en vinagre. El debate invadía solo de forma tangencial el mundo de la cocina de la época -la alta cocina de lentonces solía dar la espalda a los pescados azules, sobre todo si eran pequeños-, pero estaba ahí. Eran los tiempos de la tortilla de patata cuanto más gruesa mejor, el vino imbatible porque llevaba cincuenta años en una barrica, o la botella que se compraba el año que nació tu hijo y esperaba en el aparador, debajo del televisor, al matrimonio del muchacho.
Había una anchoa que se pescaba en el norte y se curaba en sal antes de ponerla en aceite y un boquerón, llegado del Mediterráneo, que se freía en los bares o se ponía en vinagre. Faltaban treinta años para que, anchoas o boquerones, empezaran a servirse por unidades. En aceite, salteadas, fritas o en vinagre eran patrimonio de bares, negocios populares o comedores tradicionales. El mercado acabó entendiendo que la diferencia estaba en el nombre. En el norte -donde se hacía la mayoría de las salazones y las conservas en aceite- las llamaban anchoas y en el sur las bautizaron como boquerones. Fin del misterio.
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En América Latina descubrí otros parientes más o menos cercanos. El más próximo, la Engraulis anchoíta, se pesca en el Atlántico sur para transformarse en Mar del Plata en anchoas en salazón y recibir pasaporte español, marroquí, italiano, francés o croata; solo hay que pedir. El otro,algo más lejano, se llama anchoveta, Engraulis ringens, especie del Pacífico que acaba mayoritariamente en las fábricas de harina de pescado. También alimenta dos conservas un tanto peculiares: se envasan disfrazadas de sardinas o se convierten en anchoa negra, la hermana pobre de la anchoa en aceite, protagonista mundial de ensaladas de medio pelo y pizzas marinaras.
Ayer topé con una variedad nueva en la vitrina refrigerada de una tienda de vinos, conservas y embutidos de Miraflores: Boquerón de pejerrey. El nombre cubre media tapa de una tarrina de plástico que contiene pejerreyes en vinagre. Al productor no le importa mucho que el boquerón sea una especie, Engraulis encrasicolus, y el pejerrey otra, Odontesthes regia, que ni siquiera pertenecen a la misma familia, y que no tengan nada que ver en forma, prestaciones y características. Lo prepara en vinagre, como los boquerones, así que, ¿quién dijo miedo?, boquerón de pejerrey.
El pejerrey es un pez medio esquizofrénico -duro y consistente en crudo, blando y ligero en cuanto se le aplica calor- y difícilmente da buenos resultados marinado en vinagre. De hecho, no va muy allá: tieso y secote. Es muy posible que la responsabilidad no sea tanto del emprendedor de Cañete que lo lanza al mercado como de la incultura o la ligereza de sus asesores culinarios; escucharon campanas y se tiraron de cabeza. Boquerón de pejerrey. Bien mirado, tiene delante un filón del que apenas intuimos su calado. Podría romper el mercado, aunque sea un concepto por desarrollar: langostino de almeja, atún de lenguado, bonito de camarón, sardina de calamar, ossobuco de navaja, bife ancho de ostra. Tiembla, Darwin.
El analfabetismo culinario se extiende ya al uso de las nuevas tecnologías. Sucede en el tiempo de internet, cuando tres minutos delante de una pantalla te explican todo lo que quieres saber o algo aproximado. Leer empieza a estar mal visto, investigar puede llegar a ser causa justificada de divorcio, preguntar es impensable. “Gamba es como llaman en España a los langostinos”, explicaba hace años un diario limeño a sus lectores.
No hay que venirse al otro lado del mundo para entender que el universo gastronómico avanza tan falto de conocimiento como de sentido común. En España, cronistas gastronómicos, cocineros, empresarios y algunos críticos a los que por lo general respeto, le han cambiado el nombre al foie-gras. Ahora, para nuestra intelligentsia gastronómica es foie. A secas. Lo enseñaban en primaria: se escribe en francés, foie significa hígado y gras es graso, y escritos juntos, a ser posible con un guion que separe las dos palabras, se aplica al hígado hipertrofiado -enfermedad inducida; ¿es sabido o necesitamos un tutorial?- del pato, la oca o el ganso. En castellano se puede escribir fuagrás, aunque la Real Academia, que no es muy tiquismiquis con la comida, lo aplica al pate de hígado de pato, cerdo o lo que sea que tenga.
Así estamos, llamándole hígado (genérico) al hígado graso, equiparándolo sin ir más lejos con los higaditos del pollo (también son foie) que vienen a tener casi el tamaño de los de un pato común. Un ejercicio democrático: foie para todos. Benditos y entrañables animales; los patos y sus pregoneros.