El calamar salvaje y el carpaccio de salchichón

La memoria del sabor

Lo normal es que el verano se acerque por las terrazas. Eso era hasta la pandemia, que se las entregó al invierno, aunque no es lo mismo frecuentarlas en camiseta que empantanado en una manta. España es la tierra de las terrazas y el chiringuito, y el verano, decía, entraba sin pedir permiso e iba llenando las mesas. Con las terrazas llegan las serpientes, de verano, claro, y afloran las dosis de tontería que el invierno obliga a ocultar en el refajo, donde se conservan tibias hasta que el sol hace de las suyas.

 

Con el caviar normalizado, y su delicado y homogéneo sabor a huevas de pescado inane administrado por cucharadas sobre todo lo que se mueve -una gamba, unos gurullos, una cigala, unas papas fritas o un sándwich club; es el nuevo aceite de trufa-, el verano busca nuevas referencias. El calamar salvaje es la primera que me asoma en la pantalla del ordenador. El término lo perpetra una agencia de comunicación, encargada de promocionar la terraza de un restaurante madrileño. Llevo muchos años escuchando y leyendo de los pescados salvajes y no deja de preocuparme. Técnicamente, el término es correcto, aunque cuando me anuncian un pescado salvaje se me viene a la cabeza el tiburón de la película y me sobresalto. ¿Morderá?, ¿será letal?, ¿cuánto más frescos más salvajes? Se me amontonan los temores. Si ahora que estamos liquidando la temporada de las almadrabas me hablaran de atún salvaje, no las tendría todas conmigo. Por no mentar los mariscos, seguramente los más salvajes, aunque su salvajismo está más en quien y a qué precio lo venda que en otra circunstancia.

 

Hasta la entronización del lechuguino en la mesa del restaurante, los pescados que venían del mar abierto eran eso, pescados, y los otros venían con el nombre de la piscifactoría pegado en la frente. Si queríamos diferenciar, rebajábamos el segundo. Hoy el mercado necesita etiquetas que suenen fuerte y se las damos, aunque además de sonoras sean peregrinas.

 

El calamar era y es calamar. Nunca necesitó un adjetivo que diferenciara su naturaleza, en todo caso su condición. Puede ser escaso, importado, fresco, pasado de fecha, exultante, precario, vacío, lleno, terso o fofo, pero todavía no existe el calamar de cría. Se empieza a trabajar el pulpo en cautividad, pero por ahora el calamar está a salvo de la industria. La agencia de prensa quiere hacer brillar la terraza que le paga inventando el calamar salvaje. Refuerza su argumento explicando que vienen del norte; normal, es sabido que allí todo es mucho más salvaje. El día que impongan un examen de cultura general básica para poder abrir una agencia de comunicación gastronómica, harán un gran favor al mundo de la cocina. En cualquier caso, mal asunto cuando el salvajismo de los calamares pasó a ser el principal valor del restaurante. Veo dos diarios nacionales que ni se han hecho una pregunta antes de copiar la nota de prensa y ofrecerla a sus lectores. Hablan de crisis de credibilidad en los medios y nadie se lo explica.

 

Otros se meten en el lío sin necesidad de ayuda externa. Un cocinero latinoamericano me escribe de su nuevo restaurante, y explica su línea culinaria siguiendo los patrones al uso: productos de huertas locales, variedades ligadas a la tierra, cultivo responsable, puesta en valor del productor hasta que le dé para comprar una casa en la playa y, cuando llega a las carnes me las cita como “proteínas criadas en la región”. Al principio me da por pensar en champiñones o cualquier hongo silvestre, que a menudo superan el contenido proteico de un bife ancho o, qué sé yo, esas lentejas, frijoles o garbanzos que ya no queremos en un restaurante de altura y, puestos a ser responsables y sostenibles, proporcionan proteínas y no aniquilan la capa de ozono a golpe de pedos, como las vacas. Las legumbres (por aquí les dicen menestras) son tan humildes y sabrosas como un brote recién recolectado en un rincón de la selva, pero no son exóticas; les falta currículum vitae.

 

Si a las vacas se les va la fuerza por el culo (ustedes disimulen), nosotros la perdemos por la boca. La tontería es un valor culinario en alza y la imaginación una piltrafa descartada. ¿Preparamos algo con un producto picado?, hamburguesa o tartar, aunque no sea un filete al estilo de Hamburgo ni una carne a la moda tártara. ¿Condimentamos un pescado con aceite, ajo y guindilla?, pil pil, aunque no sea más que un ajillo. Imposible remediarlo, cuando la ignorancia se extiende, acaba marcando el ritmo. ¿Tostamos un dátil para hacer una bebida?, café, por supuesto. El hecho de que el dátil no venga del cafeto no debe empañar la grandeza del logro, que acaba de merecer un premio. Galardonamos un sucedáneo justo antes de desnaturalizarlo, bautizándole con el nombre de otro.

 

Falta el carpaccio, que viene a ser cualquier tontería laminada, como antes lo fue el amontonamiento de ingredientes por capas. ¿Cómo lo llamamos? se preguntó el lumbrera: lasaña, claro. A veces esos carpaccios tienen nombres propios que además son también apropiados, como tiradito. ¿Quién dijo conocimiento? ¿Tartar de pescado?: ceviche. Los hay tan gandules que no dedican tiempo ni a poner nombre a sus platos.

 

Unas veces parece broma y otras debería serlo. El restaurador que nos envió hace unos días la foto de su última creación iba muy en serio. Llamaba más la atención por el nombre que por la vulgaridad de la composición: tartar de vaca madura sobre carpaccio de salchichón. No es una broma, sino un escaparate de la tontería que asola el sector. La envía a nuestro buzón de Instagram un profesional necesitado de atención y es exactamente lo que están pensando: un tartar de vaca instalado sobre una ración de salchichón. Queda inaugurado otro campo de juego. En poco tiempo olvidaremos las raciones de jamón ibérico y serán carpaccio de jamón ibérico, o de chorizo, paleta o morcón. Sueño con un carpaccio de chorizo cular que me ilumine el cuerpo.

 

Luego está lo del oro y el paleto del momento; un futbolista con muchos posibles y el mandato de hacerse notar grabado en la tarjeta de titanio. Fue de vacaciones a Dubai, seguro que por los paisajes, y se empujó un chuletón empapelado en oro, en el comedor de un turco que sazona las carnes eschurreteándose la sal por el antebrazo en el camino hacia tu plato. Se parece al del Torreón de Tordesillas, que cuando se mosqueaba te tiraba sal gorda por encima de la cabeza. Cada uno se gana la vida como puede y el de Nusr ha encontrado una mina de oro en la estupidez del futbolista y el exhibicionismo del actor de cartón piedra. No lo digo por el oro, que apenas se lleva 400 € de la factura; el bajonazo de la carne y el hueso del chuletón es del calibre 500.

 

El objeto del deseo del futbolista fue un chuletón completamente bañado en oro. Puro exhibicionismo. El oro (un gramo basta para la jugada) no aporta sabor y tampoco se retiene en el organismo. Al día siguiente, puedes dar por perdida la inversión. Tenía más sentido común aquel Salvador Dalí que echaba monedas en las tulipas de las lámparas del Hotel Meurice, para ocultar reservas por si llegaba la revolución.

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