La finca de José Gordon en Jiménez de Jamuz tiene cincuenta hectáreas y cinco grandes cercados, en los que se crían alrededor de ciento cincuenta animales. Hasta ahí se parece a otras ganaderías que trabajan en extensivo, sin estabular los animales, pero tiene algo que la hace diferente a otras que he visitado. Aquí no hay vacas, toros o novillos; todos son machos castrados, con edades que van de los 3 y los 18 años. La paradoja quiere que en la ganadería de José Gordon no haya animales reproductores. Las vacas están vetadas y las bestias más jóvenes se castran antes de unirse al resto, si es que no llegan ya castradas.
Esta ganadería se dedica exclusivamente a la cría y engorde de bueyes. Cualquier otra aventura, como la que inició hace cinco años con el cruce entre un wagyu y una rubia gallega se concreta lejos de allí. Cuando pasamos por la finca, el animal tenía cumplido el quinto año, llevaba tres en el campo y andaba por los 1300 kilos. El ensayo prometía, aunque el resultado de la prueba está por verse. Si las previsiones se cumplen será sacrificado a primeros de noviembre, tres semanas antes de la presentación de este libro, y debería estar listo para la parrilla y todo lo demás a primeros de febrero, después de unos 100 días de maduración.
No va a necesitar más que eso, como sucede con algunos compañeros de manada, porque el momento le llegó relativamente joven para lo que se estila en esta finca y eso ayuda a conseguir músculos más maleables. La maduración es una tarea necesaria, aunque sea corta, para cualquier tipo de carne, pero en este tipo de animales es imprescindible y debe ser lenta y tan larga como exijan las condiciones del animal. Conocer y dominar el proceso es una tarea definitiva en el trabajo de cualquier asador.

José Gordon también compra vacas, pero suelen ser animales singulares, a veces excepcionales, y van directamente al sacrificio sin pasar por la finca. La presencia de hembras entre tantos machos, aunque estén castrados, acaba revolucionando el corral. Los bueyes se ponen nerviosos, surgen las peleas y casi todo se trastoca en un ambiente pensado para que el ganado tenga una vida tranquila y apacible. Así, de pronto, José recuerda algunas vacas que han destacado por encima de muchos otros animales, como las tres que le compró a Genarín a principios de año, o las dos que le acaba de mercar hace bien poco a una paisanina asturiana. Le bastó verlas, casi convertidas en animales de compañía, y comprobar como las alimentaba para tener una idea muy clara de como sería su carne. “No hace falta matarlas; ya sé que la carne va a ser algo especial y que las cecinas van a ser de lujo”. La historia se repite en cada compra; se trata de conocer la trayectoria del animal, los cruces que encierra, la vida que ha llevado y la forma en que lo han alimentado. José Gordon lleva en eso alrededor de veinte años y ha crecido en todos los terrenos; tuvo tiempo para equivocarse y aprender de sus errores, y para ir más allá, hasta acabar entendiendo la carne a través de la naturaleza y el carácter de los animales.
Bueyes que son de la familia
Mientras recorremos la finca me señala uno grande, con la cara manchada, al que le han tenido que recortar uno de los cuernos, que se había deformado hasta amenazar la integridad del ojo izquierdo. “Ese buey”, me dice, “está acomplejado por el cuerno, sabe que no está en igualdad de condiciones frente a los demás, y siempre come el último, y aunque no le falta nada, no se alimenta igual; la carne va a necesitar un trato especial”. Todos son especiales y todos son diferentes. No se trata solo de la raza, el peso o las formas, aunque todo cuenta. El animal más tranquilo tiene el músculo más blando y necesita un tratamiento diferente a las carnes de animales más ariscos. Para él es bastante más fácil que para la mayoría, visita casi cada día a sus bueyes, recorre los cercados, se acerca a ellos…, los conoce bien y sabe con poco margen de error como será la carne antes de que cada uno vaya al matadero.

Hace 20 años que conozco a José Gordon. En ese tiempo ha pasado de comprar animales sueltos, ya criados, y guardarlos en graneros alquilados, a tener su propia ganadería y criar sus bueyes a veces durante quince años seguidos. El primero que me enseñó y la primeras dos chuletas que me sirvió, todo en el mismo día, me sirven de referencia para entender un trayecto en el que siempre hay puertas abierta para la sorpresa. Aquel buey era imponente, casi llenando el granero con su increíble presencia, la cruceta estaba a más de dos metros del suelo y José me juró que pesaba casi 2000 kilos. No tenía nombre. En aquella época rescataba animales por los montes de Galicia, Asturias y León o por las playas de Portugal, donde durante mucho tiempo los habían utilizado para sacar las redes y las barcas de pesca del mar. Los animales pasaban solo unos meses con él, siguiendo el ritmo que marcaba la demanda del asador; en cualquier caso, el tiempo justo para acondicionarlos en el trayecto hacia el matadero. No se establecían lazos de cercanía.
Luego llegaría Makelele, un toro negro enorme, al que tuvieron que darle dos años de espera después de castrarlo para que la carne perdiera el sabor bravo y agreste del animal entero. Y tras él han ido llegando unos cientos más, muchos sin más identificación que el número del registro y otros que llamaron la atención y se ganaron un nombre propio, a veces de políticos, de entrenadores de fútbol -Guardiola, Del Bosque, Mourinho- o de vecinos del pueblo. De eso se encarga uno de los vaqueros de la finca, que clava los parecidos. Veinte años han venido a cambiar muchas cosas. Los bueyes y las vacas de trabajo, definitivamente retiradas del paisaje, son algo más que una rareza, casi una hazaña improbable. La reputación de José entre los ganaderos de media España y algunos veterinarios rurales le permite dar con alguna de tarde en tarde. Cada vez son menos. Ahora compra animales con la edad que le permitan los ganaderos, lo que equivale a hablar de entre tres y cinco años. Pasarán el resto de su vida en la finca.
Un catálogo de razas
La finca parece un catálogo de razas y cruces. Llaman la atención los barrosos, portugueses que parecen proceder de Etiopía y se distinguen a primera vista por su cornamenta larga y abierta. Su grasa tiende a licuarse, un comportamiento que los diferencia de las otras razas, lo que la hace más apta para la cocina que para la parrilla. De Portugal llegan también la minhota, que es grande y da muy buen rendimiento, la mirandesa y algunas otras que también se crían de este lado de la frontera como la maronesa (allí le dicen penata) o la sayaguesa. Unas son más productivas y otras menos, y poco a poco van desapareciendo del mercado.
José paga algo más a los ganaderos para estimularles a que sigan criándolas. Los animales están agrupados por edades, y a veces por razas. Sucede con los barrosos y los pardo alpinos. El resto se van mezclando, aunque ellos mismos se agrupan por afinidades: pardo leonesa, conocida como bruna en el Pirineo catalán, asturiana de los valles, sayaguesa, alistana sanabresa, rubia gallega, cachena, vianesa… La variedad llama menos la atención que el tamaño. Todos son muy grandes. Le pregunto por uno y le calcula unos 900 kilos, pero solo tiene cuatro años, “cuando tenga siete estará por encima de los 1200”. Voy rastreando y no suelen pasar de 1800 kilos. Son pesos en vivo. El rendimiento bajará en un 40 % cuando eliminen la piel, los huesos y las vísceras. Han empezado a curtir las pieles, pero muchas llegan deterioradas y las otras son tan grandes que son difíciles de tratar. Más o menos el 18 % de la carne será de alta calidad, lo que se refiere directamente a los lomos.

Llega la hora de hacer cuentas. Cada animal come a diario entre 15 y 18 kilos de grano (maíz, soja, centeno, trigo, cebada cultivadas en la zona de forma natural) y entre 20 y 35 de forraje, que suele ser brañas recogidas en las montañas leonesas y paja. A eso se añade el espliego, el tomillo, la lavanda y lo que va creciendo en los cercados (los rota cada tres meses, dejando siempre uno libre para que se recupere) y 100 litros de agua por animal. Lo sumo todo, lo multiplico por 365 días, vuelvo a multiplicar el resultado por 8, 10, 12 o 14 que puede ser el tiempo que ha pasado el animal en estas campas, frente al embalse de La Tabla y no me salen las cuentas. Hay que estar un poco loco. Es tajante cuando le pregunto por eso: “prefiero no hacer la cuenta”.
Y luego están las cecinas. Todavía le faltan entre tres y cinco años, dependiendo del animal y el corte, para llegar al mercado. Primero se salan y se lavan, a continuación se asientan, dejándolas entre 4 y 6 meses en una cámara a 6º C. Ese es más o menos el tiempo que una cecina convencional tardaría en llegar al mercado, pero en El Capricho casi ni ha empezado el trayecto. Envejecerá en una bodega natural hasta cumplir tres, cuatro o cinco años. A las cecinas de buey no les aplican el ahumado tradicional, para mantener a salvo todos los matices, la sutileza y la elegancia de la carne. Cinco años para la cecina de un buey de primera clase significa que pasaron entre 20 y 23 años desde el nacimiento del animal. Los 190 euros que cobra por kilo me parecen un regalo. Para que salgan los números hay que seguir invirtiendo. Bodega El Capricho desarrolla su propia línea de productos en la nave en la que maduran los lomos. Chorizos, salchichones y morcillas de buey, lenguas curadas, carpaccios y hamburguesas, guisos de callos, albóndigas, carrillera, ossobuco o rabos en conserva. Lo que no se transforma aquí tiene salida en el restaurante. Entre los animales que acabo de ver en el campo y los que maduran en las cámaras suman casi 250.
Una parrilla en Jiménez de Jamuz
El Capricho es un asador de referencia para los aficionados a la carne. Está excavado en el subsuelo arcilloso de una de las lomas que flanquean el pueblo, siguiendo la estructura y el procedimiento de las bodegas particulares que cubren la ladera. Empezó siendo un merendero que abría su abuelo cuando llegaba el buen tiempo. Ponía un par de mesas y unos bancos en la huerta para servir vino a la gente que llevaba su comida. Su padre le puso un techo de uralita y empezó a matar un par de cerdos al año para servir embutidos, y al poco se añadieron los huevos fritos y las tortillas de su madre. José se hizo cargo hace 32 años, suprimió las meriendas, abrió nuevos espacios, comedores y galerías bajo el monte y puso en marcha la parrilla. Llegó a servir nueve tipos de carne, hasta que los bueyes cambiaron su forma de entender la vida y el trabajo.
José tiene a Bonito en una nave que hay al principio de la finca, donde almacena grano y forraje. Lo guarda allí para protegerlo de las inclemencias del tiempo; es mayor y le va costando pasar los inviernos. Es un buey de 18 años con el que tiene una relación especial. “Hay animales que entienden, te comunicas con ellos, y normalmente tardo más en matarlos; algunos se me acaban muriendo de viejos”. A Bonito ya le habían bajado tres veces del camión que debía llevarle al matadero antes de que finalmente tomara el camino. Le costaba mucho ver ese momento pero quería estar presente para honrarle durante el sacrificio. El último viaje de Bonito fue muy especial. Lo hizo acompañado de otros dos animales de trabajo, de 16 y 17 años, elegidos especialmente. “No creo que se vuelva a repetir; casi no quedan animales de trabajo”. Se sirvieron en noviembre de 2019.