Llego a uno de esos restaurantes de moda y se empeñan en traer la decimonovena tarta de queso del mes, cada vez más mórbidas, cada vez menos tarta. Esta se lleva el premio: llega convertida en un Charco de queso fundido. La parte del barrizal que no queda pegada al plato está rica, el bizcocho que debería sujetarlo y servirle de base queda en una anécdota. El conjunto es mono, un alarde más. Es posible que detrás de la virtuosa pieza que me acaban de servir haya un concienzudo trabajo de selección de quesos, aunque tampoco me sorprenderían si me dicen que contiene una generosa cantidad de nata. Así son las modas, no hay regla absoluta, pero llevar el queso a un punto de fusión cercano al del acero suele exigir ayuda externa.

La historia empezó cuando uno cambió la crema de queso de bote por queso de verdad, otro le puso por las nubes, los demás hicimos como si levitáramos, le seguimos la corriente y dimos el pistoletazo de salida a una carrera que no parece tener fin. El aliento de los groupies estimula al artista ¿Tú la hacer cremosa?, pues yo más. Puede que al final del camino espere un nuevo cambio de naturaleza en la tarta de queso; del charco a la mancha. El virtuosismo acabará sacando la tarta del plato. Deberían empezar a servirla en vaso; es más fácil bebérlas que comerlas. Ya nos bebemos las croquetas, pero facilitan las cosas. Son los nuevos huevos kínder: vienen por piezas, traen un envoltorio crujiente y dentro hay sorpresa.
Las modas y las tendencias empiezan a convertir la cocina en el escenario de una competencia extrema: dime lo que haces, que yo llegaré más lejos. Y yo más. Siempre estirando la cuerda, un poco más que el anterior. No importa de qué se trate o si el producto o la preparación lo necesitan. Puro alarde.
Escuché una vez que la carne es el espejo del alma, y puede que sea cierto: dime como la tratas y te diré como eres. Conocí a José Gordon en El Capricho, hace mucho tiempo, cuando guardaba dos bueyes en establos arrendados a vecinos del pueblo y maduraba como podía unas carnes que agradecían reposo y trato de favor para transformar los ácidos lácticos y ganar ternura. Eran bichos viejos con carnes trabajadas, necesitadas de tratamientos de largo recorrido. Le llamamos maduraciones, aunque yo las veo más como curaciones (en el doble sentido; la carne sana y revive, mientras asienta su naturaleza) y eran un proceso lento y pausado, concretado en cámaras de aire a cero grados centígrados. Una vez, organizamos una cata de cortes, maduraciones, razas y edades aprovechando la visita de Jeffrey Steingarten, por entonces cronista culinario de la edición neoyorkina de Vogue Men -nos llevo a un establo para que viéramos a Makelele, un toro azabache de casi 2000 kilos- y le pedí que dejara una chuleta durante más tiempo del debido. Al probarla entendí la naturaleza pastosa y densa de algunos cortes que me habían servido antes de aquello y de muchos más que estaban por venir.
Han pasado dieciocho años y nada es lo que era en el mundo de las carnes rojas. Especialmente en esta parte del mundo que llamamos América, donde los aprendices de brujo experimentan con lo que tienen a mano: vacas criadas a golpe de maíz en establos de Oregon o de Argentina (cada vez menos vacas libres en la Pampa), condimentadas con antibióticos y sacrificadas, en el mejor de los casos cuando llegan a los 14 meses de vida. Muchas no han visto nunca la luz del día y apenas han comido unas briznas de pasto. Pura ganadría intensiva.
Salidas del matadero y legadas a la sala de tortura, les aplican maduraciones que superan de largo los trescientos días y no pocas veces ponen en peligro al incauto que las trasiega. “¿Pero cómo?”, me dijo un día un asador limeño que me había colocado a traición un bife madurado durante más meses de los que había vivido el animal. “¿Te lo comiste todo? Eso es para compartirlo entre seis y tener una experiencia; tiene muchas bacterias”. La verdad es que no pude comer ni la quinta parte; había pasado tanto tiempo en la cámara que se parecía más a una cecina -o un lacón gran reserva- que a otra cosa. Pura carne curada, densa y cargante. Justo lo contrario de lo que esperas llevarte a la boca. La segunda parte, la de las bacterias, la sufrí en forma de una gastroenteritis monumental, que es como los finos llaman a las diarreas extremas; dieciséis horas leyendo en el baño.
La carrera hacia el abismo empezó en los talleres de los jóvenes alquimistas neoyorkinos y se propagó por América Latina. No importa la edad del animal con el que trabajas, ni mucho menos el origen, el peso o la raza. Lo importante es llegar más lejos que el vecino, batir un record, como si la carne fuera eterna, como el mole de Enrique Olvera. ¿Tú lo maduras 376 días? Pues yo más. Lo viví hace unos meses en Ecuador, en forma de un T-bone al que le habían aplicado 120 días de maduración, equivalentes a otras tantas sesiones de tortura. El resultado era un saco de bacterias, ácido y pastoso, que proponían ocultar añadiendo alternativamente el contenido de un bol de queso azul fundido y otro de chocolate. Pedí la cuenta y salí corriendo.
La ignorancia y el ansia por destacar han dado vida a un nuevo movimiento culinario: el y yo más. ¿Le metes aire a los helados para que cundan? Pues yo más. ¿Abusas de la grasa para darles textura? Y yo más. ¿Le pones brillos y colorinchis a los dulces para que luzcan en el Instagram de los clientes? Yo más. ¿Que lo que hay bajo la cobertura es una marranada? ¿Y? ¿Ves como brilla? ¿Que haces la masa de la tatin tan fina como una oblea? Pus yo la hago sin masa. Para chulos yo, y si no mi abuelo, que murió de parto ¿Le pones grasa de vaca al tartar? Tonterías. Yo lo empapo con sebo de vaca madurada durante seis meses. ¿Cómo dices?, ¿que va a tapar el sabor de la carne? No seas tiquismiquis, déjanos disfrutar. ¿Tu paella solo tiene dos capas de arroz? La mía una. Entonces yo la hago de veinte granos y además le pongo encima un chuletón de kilo y medio; mejóralo si te atreves.
Miedo me da que se traslade a la creciente competencia de los pescados maduros, donde se acabará trasladando. Alabo su atrevimiento, no tanto su riesgo, pero sigo prefiriendo los pescados frescos, a veces bien congelados y mejor descongelados. El desangrado del pescado, punto de partida en la maduración, fue imprescindible en otro tiempo para mantener en condiciones de consumo un pescado que, en ausencia de sistemas de frío, padecía las secuelas del paso del tiempo. La vieja historieta amenaza con volverse real:
-¡Camarero!
-Dígame, señor.
-¿La merluza es de confianza?
-No tenga cuidado, señor. Lleva con nosotros desde que abrimos el restaurante.